Charles Bukowski murió a finales del invierno del año 94. Ya entonces era un escritor sobradamente reconocido en la escena literaria internacional. Su éxito, aunque tardío, se propagó con una rapidez asombrosa. Primero en Estados Unidos y finalmente en Europa, donde triunfó sin tantas cautelas como lo hizo en Norteamérica. Para entonces ya había cimentado con robustez el mito que la posteridad conoce. Bukowski empeñó toda su vida en componer su propio personaje, y de hecho lo logró con creces. Desde aquel día de primeros de marzo de 1994, y como caídas del cielo, comenzaron a llover una letanía de obras póstumas sacadas de los archivos personales del autor; previo consentimiento de su viuda y bajo la dirección del que fue su editor en vida, John Martin. De esa manera vieron la luz obras como Lo más importante es saber atravesar el fuego; Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta y esta última que nos ocupa: La gente parece flores al fin.
Uno no puede evitar la sospecha de que se traten todos ellos de poemarios que por algún motivo Bukowski descartó antes de su muerte. Uno no puede evitar la sospecha a pesar de las indicaciones que en el prólogo a la edición española de Flores hace Eduardo Iriarte, traductor habitual del escritor; y que nos orienta precisamente en la dirección contraria, lo que de por sí constituye una fundada sospecha. Cuando uno se adentra en su lectura, la idea que ha preconcebido lo acompaña durante todo el trayecto. Porque lo cierto es que La gente parece flores al fin es una obra menor entre sus producciones finales. No tanto por su fuerza expresiva (demoledora, en cualquier caso), sino por la inanidad de muchas de sus piezas y la reiteración de secuencias en las que el yo poético deambula por escenarios ya trabajados. No en vano, Bukowski se tomó las pertinentes molestias hasta dar por cerrada su producción poética con el libro Poemas de la última noche de la tierra, verdadero baluarte y emblema de la madurez creativa en un momento de su vida lo suficientemente cuerdo como para obrar con inteligencia y lo suficientemente cerca de la muerte como para tratarla de tú a tú. Lo que vino después, Flores entre ellas, son las secuelas de una obra esencial para comprender la poesía contemporánea. Y, quizá por ello mismo, esenciales ellas también.
Dicho esto, y sin mayor ánimo que el de llamar la atención del lector, reconozco abiertamente la validez de este tipo de iniciativas que pretenden desalojar del olvido obras que constituyen una referencia. La gente parece flores al fin, así como las anteriormente citadas, forman el epílogo de una de las obras poéticas más importantes de todos los tiempos. Porque Bukowski fue el primero de una estirpe de poetas que se ha prorrogado hasta nuestros días, atravesando fronteras e idiomas, edades y sexos. Fue el primero en sacar a la poesía de la torre de marfil en la que se hallaba y obligarla a caminar por senderos olvidados, oscuros caminos donde la vida y la muerte se yerguen como realidades indiferenciables. Bukowski hizo de la poesía el medio privilegiado de un bello sufrimiento, empleando un lenguaje dócil de una desnudez corrosiva. Consiguió alcanzar esa verdad reveladora a la que todo bardo aspira utilizando para ello un discurso prosaico y desprovisto de pompa lírica; razón por la cual su poesía se torna diáfana y accesible al público, razón por la cual aún cuenta con el recelo del purismo demagógico y partidista de los que no saben diferenciar la poesía bien hecha de un tratado de filosofía del lenguaje.
Y a pesar de los pesares, La gente parece flores al fin simboliza este dietario, enarbolando destellos de luz entre la tiniebla con títulos como Guerra y paz; Adiós, amor mío; No puedes pasar a la fuerza por el ojo de una aguja; El ataúd de la creación o este otro que aquí me permito reproducir íntegramente como colofón a la reseña:
Uno no puede evitar la sospecha de que se traten todos ellos de poemarios que por algún motivo Bukowski descartó antes de su muerte. Uno no puede evitar la sospecha a pesar de las indicaciones que en el prólogo a la edición española de Flores hace Eduardo Iriarte, traductor habitual del escritor; y que nos orienta precisamente en la dirección contraria, lo que de por sí constituye una fundada sospecha. Cuando uno se adentra en su lectura, la idea que ha preconcebido lo acompaña durante todo el trayecto. Porque lo cierto es que La gente parece flores al fin es una obra menor entre sus producciones finales. No tanto por su fuerza expresiva (demoledora, en cualquier caso), sino por la inanidad de muchas de sus piezas y la reiteración de secuencias en las que el yo poético deambula por escenarios ya trabajados. No en vano, Bukowski se tomó las pertinentes molestias hasta dar por cerrada su producción poética con el libro Poemas de la última noche de la tierra, verdadero baluarte y emblema de la madurez creativa en un momento de su vida lo suficientemente cuerdo como para obrar con inteligencia y lo suficientemente cerca de la muerte como para tratarla de tú a tú. Lo que vino después, Flores entre ellas, son las secuelas de una obra esencial para comprender la poesía contemporánea. Y, quizá por ello mismo, esenciales ellas también.
Dicho esto, y sin mayor ánimo que el de llamar la atención del lector, reconozco abiertamente la validez de este tipo de iniciativas que pretenden desalojar del olvido obras que constituyen una referencia. La gente parece flores al fin, así como las anteriormente citadas, forman el epílogo de una de las obras poéticas más importantes de todos los tiempos. Porque Bukowski fue el primero de una estirpe de poetas que se ha prorrogado hasta nuestros días, atravesando fronteras e idiomas, edades y sexos. Fue el primero en sacar a la poesía de la torre de marfil en la que se hallaba y obligarla a caminar por senderos olvidados, oscuros caminos donde la vida y la muerte se yerguen como realidades indiferenciables. Bukowski hizo de la poesía el medio privilegiado de un bello sufrimiento, empleando un lenguaje dócil de una desnudez corrosiva. Consiguió alcanzar esa verdad reveladora a la que todo bardo aspira utilizando para ello un discurso prosaico y desprovisto de pompa lírica; razón por la cual su poesía se torna diáfana y accesible al público, razón por la cual aún cuenta con el recelo del purismo demagógico y partidista de los que no saben diferenciar la poesía bien hecha de un tratado de filosofía del lenguaje.
Y a pesar de los pesares, La gente parece flores al fin simboliza este dietario, enarbolando destellos de luz entre la tiniebla con títulos como Guerra y paz; Adiós, amor mío; No puedes pasar a la fuerza por el ojo de una aguja; El ataúd de la creación o este otro que aquí me permito reproducir íntegramente como colofón a la reseña:
ESPECIAL, 1990
Rendido por los años,
hastiado hasta los huesos,
bailando en la oscuridad con la
oscuridad,
el Chico Suicida
encanecido.
¡ah, los fugaces veranos
pasados y desaparecidos
para siempre!
¿es la muerte
lo que me sigue los pasos
ahora?
no, no es más que mi gato,
esta
vez
dulce tristeza..
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