sábado, 13 de febrero de 2010

TODOS QUEREMOS SER MARLOWE (Todo Marlowe, Raymond Chandler, RBA Libros, Barcelona, 2009)


A menudo, se tiene a la novela negra como uno más de los géneros menores de la literatura. Si bien, esto está cambiando en los últimos tiempos, pues cada vez es mayor el número de publicaciones y autores que no vacilan en adentrarse en un género al que el mercado editorial da la mano como en muy contados casos. La librerías amontonan en sus estanterías colecciones enteras dedicadas al género; a bombo y platillo son anunciados estrenos que el público-lector devorará sin la menor cautela; certámenes de jugosas recompensas y dudoso criterio y credibilidad nacen auspiciados por el fervor de la moda negra; autores de variada raigambre deciden adoptar sus formas, su estilo, su naturaleza…; sobreviniendo un resultado intrigante, aunque no en el sentido que ellos quisieran.

Esto, que a priori parece una bendición, es, en realidad, un arma de doble filo. Pues, huelga decir, lo necesario que es distinguir literatura de la mercantilización de la palabra escrita; que es, como lector aventajado que soy, lo que mucho temo que está sucediendo hoy en día.

Menos mal que de vez en cuando -todo hay que decirlo- a los gerifaltes editoriales les da por renunciar a su ilustrada ceguera y lanzar al mercado joyas como la reedición completa de la producción novelística del más grande escritor de novela negra de todos los tiempos y posiblemente uno de los más grandes escritores de NOVELA (con mayúsculas) de la literatura universal: Raymond Chandler.

Aquí la tengo, sostenida en mi regazo, la obra completa. Más de 1.300 páginas de gloria encuadernada con la que mi muy amada madre me sorprendió hace unas semanas al llegar a su casa. Nada celebrábamos, sólo: “lo vi y pensé que te gustaría tenerlo”. Creo que nunca antes había besado tanto a mi madre. Qué Dios la bendiga. Por el presente y por haberme permitido rememorar sensaciones de hace ya algún tiempo y que creía enterradas para siempre en el pasado. Releer a Chandler ha sido como regresar sobre mí y sobre una vida en la que fui feliz después de todo. Valladolid, las frías tardes del invierno con la cencellada acechando tras los cristales, el soniquete del calefactor en un salón silencioso y Chandler, siempre Chandler. En fin, creo que me estoy poniendo melindroso…

No voy a hacerle justicia a Raymond; porque sencillamente me sería imposible. Cuando alguien consigue tocarte la fibra, erizarte hasta el último pelo de tu cuerpo por el simple arte de contar bien las cosas, resulta extremadamente difícil guardar la compostura y escribir con objetividad. Pero como tampoco lo pretendo, no veo tal problema.

Chandler es la fuente prístina de la que bebe todo escritor que decide probar suerte en el género. En consecuencia, es fácil hacerse a la idea del ingente alcance que su obra ha tenido. Algo así como el coma en los cometas, que diluye en el espacio una infinidad de partículas de una belleza marchita mientras el astro continúa su particular peregrinaje por la galaxia, indiferente al inexorable paso del tiempo.

Chandler empezó tarde a escribir, en torno a los 40. Si a esto le añadimos que era sumamente detallista y cuidadoso de cada palabra que empleaba, es fácil entender que su ritmo de producción fuese extremadamente lento. El resultado, tras cerca de treinta años de profesión, fueron siete novelas y un puñado de relatos cortos que, aunque exiguos, sirvieron sobradamente para sentar cátedra en la historia de las letras universales. Y eso, a pesar del ignominioso silencio con el que ha sido tratado por la cúpula del Parnaso. Quién si no fue capaz de dominar (y enseñar) el simple arte de la palabra escrita, el talento de contar las cosas empleando para ello una belleza ocurrente y enemiga del manierismo habitual. Quién, si no él, inmortalizó la esencia de un mundo que ya no existe, y la naturaleza de una condición humana que, ésta sí, perdura más allá del tiempo, de la vida y del mundo que le tocó vivir. Su escritura es una introspección en la psicología de la mente humana, analizando comportamientos, buceando en los precarios instintos que nos conforman y ofreciéndonos a pesar de todo la esperanza de redimirnos en la honestidad como humanos. Y todo urdido en una trama que engancha, pulcramente escrita, de una madurez exquisita. Y todo a base de arquetipos como sacados del Decamerón de Boccaccio; donde brilla con una luz blanquecina la figura del abnegado Philip Marlowe (¡maldita sea, todos queremos ser Marlowe!), alter ego del escritor y protagonista de todas sus libros y de la mayoría de sus relatos. En él, en Marlowe, encontró Chandler su particular singladura, la de un personaje al margen y en el mundo, dotado de una inteligencia solo proporcional a una sensibilidad como cauterizada por un pasado que se sospecha pero que por innecesario nunca se explica. Y todo empleando un estilo sobrio, de diálogos ingeniosos; privilegiando las construcciones yuxtapuestas y coordinadas que consiguen acelerar un ritmo implacable; haciendo gala de un dominio sin igual del símil, la ironía y el sarcasmo. Y todo…

Raymond Chandler murió en 1956, después de haber dejado para la posteridad obras como El sueño eterno, Adiós muñeca, La ventana alta, La dama del lago, La hermana pequeña, El largo adiós y Playback. Todas ellas ahora reunidas junto a dos relatos cortos (El confidente y El Lápiz) por la editorial RBA bajo el título Todo Marlowe. Y por ello les doy las gracias. A ellos y a mi madre, que sabe bien como quererme regalándome sin motivo trocitos de gloria como este.

Pero la gloria pesa. Más de kilo y medio de páginas que hace incómoda su lectura. Por eso, y si he conseguido trasmitirte lo que buscaba y la inquietud te acecha, también tienes los libros en Alianza Editorial, cada uno por separado y alguno más de ensayo y relatos que no recoge esta compilación, en edición de bolsillo y fácilmente manejables.

Disfrútalos. No te defraudarán, te lo aseguro. Y quizá tú logres hacerles la justicia que a mí me fue imposible.

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