lunes, 25 de enero de 2010

ENARBOLANDO DESTELLOS DE LUZ ENTRE LA TINIEBLA (La gente parece flores al fin, Charles Bukowski, Colección Visor de Poesía, Madrid, 2007)


Charles Bukowski murió a finales del invierno del año 94. Ya entonces era un escritor sobradamente reconocido en la escena literaria internacional. Su éxito, aunque tardío, se propagó con una rapidez asombrosa. Primero en Estados Unidos y finalmente en Europa, donde triunfó sin tantas cautelas como lo hizo en Norteamérica. Para entonces ya había cimentado con robustez el mito que la posteridad conoce. Bukowski empeñó toda su vida en componer su propio personaje, y de hecho lo logró con creces. Desde aquel día de primeros de marzo de 1994, y como caídas del cielo, comenzaron a llover una letanía de obras póstumas sacadas de los archivos personales del autor; previo consentimiento de su viuda y bajo la dirección del que fue su editor en vida, John Martin. De esa manera vieron la luz obras como Lo más importante es saber atravesar el fuego; Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta y esta última que nos ocupa: La gente parece flores al fin.

Uno no puede evitar la sospecha de que se traten todos ellos de poemarios que por algún motivo Bukowski descartó antes de su muerte. Uno no puede evitar la sospecha a pesar de las indicaciones que en el prólogo a la edición española de Flores hace Eduardo Iriarte, traductor habitual del escritor; y que nos orienta precisamente en la dirección contraria, lo que de por sí constituye una fundada sospecha. Cuando uno se adentra en su lectura, la idea que ha preconcebido lo acompaña durante todo el trayecto. Porque lo cierto es que La gente parece flores al fin es una obra menor entre sus producciones finales. No tanto por su fuerza expresiva (demoledora, en cualquier caso), sino por la inanidad de muchas de sus piezas y la reiteración de secuencias en las que el yo poético deambula por escenarios ya trabajados. No en vano, Bukowski se tomó las pertinentes molestias hasta dar por cerrada su producción poética con el libro Poemas de la última noche de la tierra, verdadero baluarte y emblema de la madurez creativa en un momento de su vida lo suficientemente cuerdo como para obrar con inteligencia y lo suficientemente cerca de la muerte como para tratarla de tú a tú. Lo que vino después, Flores entre ellas, son las secuelas de una obra esencial para comprender la poesía contemporánea. Y, quizá por ello mismo, esenciales ellas también.

Dicho esto, y sin mayor ánimo que el de llamar la atención del lector, reconozco abiertamente la validez de este tipo de iniciativas que pretenden desalojar del olvido obras que constituyen una referencia. La gente parece flores al fin, así como las anteriormente citadas, forman el epílogo de una de las obras poéticas más importantes de todos los tiempos. Porque Bukowski fue el primero de una estirpe de poetas que se ha prorrogado hasta nuestros días, atravesando fronteras e idiomas, edades y sexos. Fue el primero en sacar a la poesía de la torre de marfil en la que se hallaba y obligarla a caminar por senderos olvidados, oscuros caminos donde la vida y la muerte se yerguen como realidades indiferenciables. Bukowski hizo de la poesía el medio privilegiado de un bello sufrimiento, empleando un lenguaje dócil de una desnudez corrosiva. Consiguió alcanzar esa verdad reveladora a la que todo bardo aspira utilizando para ello un discurso prosaico y desprovisto de pompa lírica; razón por la cual su poesía se torna diáfana y accesible al público, razón por la cual aún cuenta con el recelo del purismo demagógico y partidista de los que no saben diferenciar la poesía bien hecha de un tratado de filosofía del lenguaje.

Y a pesar de los pesares, La gente parece flores al fin simboliza este dietario, enarbolando destellos de luz entre la tiniebla con títulos como Guerra y paz; Adiós, amor mío; No puedes pasar a la fuerza por el ojo de una aguja; El ataúd de la creación o este otro que aquí me permito reproducir íntegramente como colofón a la reseña:


ESPECIAL, 1990

Rendido por los años,
hastiado hasta los huesos,
bailando en la oscuridad con la
oscuridad,
el Chico Suicida
encanecido.

¡ah, los fugaces veranos
pasados y desaparecidos
para siempre!

¿es la muerte
lo que me sigue los pasos
ahora?

no, no es más que mi gato,
esta
vez

lunes, 11 de enero de 2010

Y EL HOMBRE CREÓ A DIOS (Caín, José Saramago, editorial Alfaguara, Madrid, 2009)


La primera vez que leí a Saramago fue en el invierno de 2002. Desde entonces, y como si de una costumbre pautada se tratase, siempre regreso a él cada fin de año, en forma de presente navideño que mis seres queridos o mismamente yo tenemos a bien regalarnos. Y eso a pesar de desarrollar un prejuicio prístino hacia su obra, justificada (si es que esto puede servir de justificación) por el hecho de que en 1998 el autor portugués recibió el Nobel de literatura.

Pero es gratificante sobreponerse a las propias manías, ahuyentar esos miedos que merman nuestra capacidad crítica no ya para con el mundo sino para con nosotros mismos. Que fue lo que hice cuando, en cuestión de una semana, pulí literaria y literalmente gran parte de lo que hasta esa fecha constituía su obra. Hubo algo en ella que me enganchó. Entonces no supe lo que era; quizá porque aún era demasiado joven y porque no buscaba tales respuestas, tan solo leer, de un modo terco, diletante y obsesivo. A día de hoy, puedo decir sin excesivo miedo a equivocarme que el por qué aparece claro como el medio día.

Saramago es, para decirlo y que se me entienda, un trovador de cuentos; un rapsoda ensayista que disfraza la pena y la esperanza en una proporción exacta bajo un discurso equívocamente elitista. Cuando uno se adentra en alguno de sus libros, una sensación de árida espesura le sobrecoge al poco tiempo. Algo así como la desconfianza lógica ante un océano de palabras pausadas, ante un ritmo repetitivo que parece retornar siempre en un bucle sempiterno, ante un vals de profusas notas que sólo llega a saciarse a sí mismo. Parte de la dificultad estriba en el hecho de la linealidad de su discurso, carente de diálogos al uso, de un narrador al que el adjetivo omnisciente se le queda pequeño y de un frecuente gusto por las disertaciones moralísticas. Pero cuando se consigue salvar ese inicial escollo, parece como si los ojos se hicieran a la horma de sus palabras, y la lectura comienza a fluir a una velocidad que no impide la emoción del deleite. Porque Saramago es, sin la menor duda, un estilista; arquitecto de un lenguaje exquisito como sacado de otra época. Caín constituye prueba fehaciente de todo ello.

Yo no he leído Los versos satánicos de Salman Rushdie, tampoco tengo su lectura programada, pero intuyo que entre ambas obras existe una vinculación no ya por argumentos cuyo parecido, ya digo, desconozco sino por la trascendencia política que una y otra han tenido. A Rushdie sus Versos Satánicos le valieron la fetua islámica que prácticamente le condenaba a ser enterrado en vida bajo una protección policial sistemática las veinticuatro horas del día. La cosa parece que no ha llegado tan lejos en el caso de Saramago, aunque no por ello han faltado voces, todas ellas pertenecientes a los sectores más integristas del catolicismo, que se han alzado como bestias enfurecidas denunciando la supuesta herejía. Y todo por un argumento que deconstruye la identidad de un personaje bíblico, Caín, y lo convierte en el privilegiado observador de los desmanes y abusos cometidos por un Dios como sacado de una oficina de la Gestapo. Con el relato de los episodios bíblicos en el fondo de la historia, Saramago describe la injusta violencia que ha cimentado la historia del Judaísmo y, por añadidura, de la base de la cual proviene este Catolicismo que nos arropa culturalmente queramos o no.

Cuando uno lee Caín tiene la sensación de que lo que ha hecho el autor ha sido sobreponerse a su propia identidad católica y llevar a cabo un ejercicio de crítica contemplación desde una perspectiva libre de los prejuicios inculcados desde la infancia. Y el caso es que lo consigue, logrando con ello que el lector recorra el mismo viaje, descubriendo con ingenuidad la arrogante injusticia de un fundamento religioso estrictamente eso, fundamentalista. Cosas que todo aquel que ha recibido una educación cristiano-católica considera sin más, presuponiendo sin crítica, se muestran tal cual nos fueron narradas pero esta vez bajo la impronta de un pluma veraz, dulcemente corrosiva e iluminada. Cuando uno lee Caín no puede evitar la sensación de cuestionarse a sí mismo: pero cómo no me he dado cuenta de esto antes, por qué no he sido capaz de ver de verdad.

Ya digo: Saramago construye el relato partiendo de una ingenuidad que desenmascara. Y sólo por eso merece la pena ser leído. Porque Caín, como toda elegante patada en el culo de la autoridad religiosa, merece una oportunidad, aunque esta provenga de un premio Nobel.

domingo, 10 de enero de 2010

sábado, 9 de enero de 2010

PEDRADAS EN LA CABEZA (Sueños de Bunker Hill, John Fante, editorial Black Sparrow Press, Santa Rosa, 1982.)

Fíjate que llevo más de cinco minutos aquí plantado, frente a la pantalla del ordenador, con el gesto contrayéndoseme por segundos, más asustado que un niño perdido en el desfile de procesión de la Semana Santa, sin encontrar la maldita y acertada frase que dé comienzo a esta nueva criatura que me propongo engendrar. Un blog al que he bautizado de una manera ridícula que ni a mí mismo me hace gracia y con el que pretendo dar crítica y madura cuenta de alguna de las lecturas que caen en mis manos. Y me he dicho: qué carajo, por qué no empiezas por uno de los grandes. Así que he sacado de los estantes el libro de John Fante que mi hermana me regaló el pasado abril por mi cumpleaños y que he tenido ocasión de leer estas navidades, cuando por casualidad me encontré con él limpiando el polvo el otro día y del que me había olvidado por completo. Sueños de Bunker Hill, se llama.

Yo nunca he escrito una reseña. A decir verdad, pocas veces he leído alguna. No soy muy amigo de las revistas literarias que circulan por ahí. A decir verdad, no soy muy amigo de las revistas y periódicos en general. Me suelen aburrir. De entrada el formato no acompaña; por no hablar de los libros que suelen reseñar, muy alejados de lo que por gusto conformo. De manera que carezco de lo que se suele llamar experiencia. Pero, de todas formas, esto es algo que llevo teniendo en mente bastante tiempo. Me seduce la idea de la crítica. Teniendo en cuenta que paso la vida de invectiva en invectiva, la idea de ponerle un poco de criterio lógico a toda esta palabrería la concibo como una exigencia, un ejercicio de autodisciplina que por otra parte, y aunque no tenga nada que ver con esto, mi vida necesita con carácter de urgencia. Así que me he dicho al despertar que hoy era el día y aquí estoy, con el puñetero libro de Fante en el regazo y con menos soltura verbal que el mudo de los hermanos Marx.

No obstante, lo intentaré por el principio más lógico.

Sueños de Bunker Hill es el libro que cierra la tetralogía que el autor dedica a su alter ego Arturo Bandini. Un personaje (y no sólo en el sentido más literal del término…) de provincias que decide abandonar su pueblecito en Colorado para probar suerte en la ciudad de los sueños, Los Ángeles. Convencido de su talento como escritor, Bandini logra sobreponerse al fracaso como solo un desheredado es capaz de hacer. La casualidad, no obstante, le empuja a formar parte de la plantilla de guionistas del Hollywood de los años treinta. Allí conocerá una suerte de personajes variopintos con los que mantendrá un sin par de experiencias que no pienso destriparte porque si algo busco con esto es, de algún modo, picarte la curiosidad y que leas el libro si a bien lo consideras.

De todas formas lo verdaderamente interesante del libro, lo que de verdad le hace estar por mérito propio entre los más grandes de la literatura norteamericana de finales del siglo pasado, no es la trama que por otro lado tanto recuerda a la propia vida del autor, y donde sucede todo tipo de desgracias y despropósitos que sirven de tapadera para el relato descriptivo de un turbio Los Ángeles que se asemeja en fuerza y decisión a lo que hiciera ese otro genio llamado Raymond Chandler. Lo que auspicia el mérito de Sueños de Bunker Hill, así como de toda la producción anterior de Fante, reside en la contundencia de un estilo que desprecia por inservible la mascarada y el artificio que tanto gusta a los próceres de la literatura universal de todos los tiempos. Fante cuenta las cosas tal cual son, sin un gramo de grasa. Cada una de las frases allí puestas, en el sitio que les corresponde, son carpetazos de contundente y lapidaria sencillez que logran que los ojos fluyan por la página como tablas de surf sobre las olas del pacífico. Y eso lo consigue sin menospreciar la adjetivación más exacta y con una verborrea digna de cualquier gramático. Fante es un genio del estilo; ahí reside su jugo, su gracia, su esencia.

Por eso no me extraña que fuera un total desconocido en la escena literaria norteamericana hasta poco antes de morir. Incluso no será hasta después de su óbito cuando el esquivo éxito desande el camino y encumbre como merece al escritor maldito. El mérito de esto, dicho sea de paso, se lo debemos a Charles Bukowski, quien defendió a capa y espada la obra de Fante incluso cuando éste aun vivía (dicen las malas lenguas –o buenas, según se mire– que fue precisamente Bukowski quien instigara a Fante en la culminación de la tetralogía iniciada con Camino a los Ángeles, cuando apenas podía moverse ya de la cama, razón por la cual este libro no fue escrito sino dictado a su mujer apenas un año antes de su muerte, en 1983). Pero comoquiera que fuese, Fante sentó un precedente, creo una escuela a la que se adhirieron escritores que a su vez crearon otras escuelas como la del Realismo Sucio. Y todo en base a un estilo preciso y no por ello menos preciosista, directo y agresivo como una pedrada en la cabeza, límpido como un paritorio, sin ambages y con una euritmia tal que pareciera condenar al sinsentido a la ley de la gravedad.

Fante es un escritor de los de verdad; al que te invito a que descubras, si no los has hecho ya, o a que releas de vez en cuando por aquello de no perder las buenas costumbres y los mejores gustos.

Ahí queda la primera reseña. GRACIAS.