lunes, 24 de diciembre de 2012

VOLUNTAD DE HEDONISTAS (Por donde el placer escapa, Javier Lahoz, Mira Editores, Zaragoza, 2012)




Hasta que uno no publica su primer libro no comprende que lo verdaderamente complicado en este “mundillo” no es escribirlo, si no que alguien, tal vez empujado por alguna caprichosa casualidad, se tome la molestia de leerlo. Sé de lo que hablo porque hará un par de meses vio la luz mi primera criatura: un compendio de poemas agrupados bajo el ambiguo título de Descartes no es solo un apellido y que, a excepción de la familia, los buenos amigos y un reducido grupo de curiosos desconocidos, ni dios se tomará la molestia de leer. Pero, a veces, suceden casualidades que por caprichosas no dejan de resultar un estímulo para, a pesar de los pesares, seguir adelante en este juego de egos que es escribir buscando el éxito o la indiferencia o ambas cosas.

Por una de estas casualidades conocí la novela Por donde el placer escapa, y a su autor, Javier Lahoz, quien desde Zaragoza me escribió al correo una noche para hacerme partícipe, no solo de la lectura que de mi Descartes había hecho, sino también para compartir conmigo su novela, publicada en octubre de este año pero con una larga historia a sus espaldas, pues fue galardona en 2003 en calidad de finalista del Premio Sonrisa Vertical y que se ha mantenido inédita desde tal fecha. El libro me llegó al buzón de casa pasados unos días, acompañado por una cariñosa dedicatoria y una pequeña misiva en el interior del mismo. Desde aquí reitero mi agradecimiento al autor por el detalle que tuvo, y espero que esta pequeña reseña en un blog perdido de la mano de dios le agrade como a mí me agradó la lectura que de su novela hice. 

Por encima de todo, y a sabiendas de un título versátil en significados, Por donde el placer escapa tiene como leitmotiv principal el sexo. Sexo que al autor le sirve de excusa para trazar un mapa de los sentimientos y las relaciones que los personajes de la obra construyen y en el que no resulta nada difícil identificarse de una u otra manera. Las situaciones que recrea esta novela coral tan pronto simulan realidades abrumadoras como se perfilan en situaciones disparatadas, casi esperpénticas, aliñadas con puntuales dosis de un humor grotesco que se encarga de trasladar a un plano cómico la tragedia de un placer en permanente búsqueda y pocas veces satisfecho.

Bajo la atenta y omnisciente mirada del narrador, los personajes que se dan cita en estas páginas son presentados al abrigo de su voluntad de hedonistas. Resulta fácil, entonces, categorizarlos en función del grado de autoaceptación que de su condición y satisfacción sexual esgrimen. Así, agrupados en torno a una decidida desinhibición, encontramos una primera caterva encabezada por Raquel Osuna, una mujer que tras largos años de cautiverio marital decide romper los diques que la han contenido; y Néstor Alias, homosexual convencido de lo necesario que es discernir el sexo de ese otro componente, el amor, que tantas veces lo confunde hasta tergiversarlo. En segundo orden, aparecen personajes cuya sexualidad intentan definir a costa de las consabidas dudas de siempre: Julia Sanders, quien a golpe de escarceo pretende comprender lo caprichoso que puede llegar a ser el deseo; Felipe Simancas, lascivo impenitente que solo obtiene satisfacción en la renovación constante de los placeres más extravagantes. Y, finalmente, hallamos una tercera división, la que más consigue enternecer al lector, donde los personajes que la definen comparten una desorientación de la que los demás se aprovechan: Alicia Burdeos, esclava de los irreverentes caprichos sexuales de su marido Felipe y admiradora en secreto del libertinaje de su amiga Raquel; Bienvenido Soria, onanista de retrete acosado por la inseguridad y la apetencia irrefrenable de su compañera de piso Julia. 

Añadidos a estos personajes la novela muestra alguno más, que si algo tienen en común es su sempiterna desprotección frente al mundo y los demás, absortos todos ellos en este individualismo tan actual, tan de nuestro tiempo, tan radical: en este barrio todas las calles tienen nombre de islas, escribe el autor en boca de uno de ellos, hay veces que pienso que todos los que vivimos en él somos un poco náufragos…

Lo que hace de Por donde el placer escapa una novela coherente y bien escrita es la disciplina de acontecimientos que el narrador impone. Existe una unidad espacio-temporal con presencias comunes en lugares comunes que otorga a la novela un cariz de dramaturgia desde el que el autor parece encontrarse cómodo. Además, la sucesión de elocuentes diálogos le otorgan fluidez, ritmo y naturalidad. En definitiva, una novela cuya lectura, además de entretener, muestra con denodado acierto los distintos caminos que el hombre traza en busca de un placer en perpetua huida, en continua escapada. Motivos, todos ellos, más que suficientes para dejarse cautivar por ella, o tal vez para proponerla como presente en estas fechas en las que uno no sabe muy bien qué regalar. Un acierto, desde luego y en cualquier caso, si quien a ella se acercara sabe –o quisiera saber– de placeres, y no deseara dejar escapar ni uno…

domingo, 16 de diciembre de 2012

UNA CONCEPCIÓN NORTEAMERICANA DEL SENTIDO DEL RITMO (El libro de las ilusiones, Paul Auster, Anagrama, Barcelona, 2003)




La biblioteca del colegio donde trabajo se abre en el extremo derecho del primer piso. Es una habitación amplia, bien iluminada por los ventanales que flanquean tres de sus cuatro costados; pero fría, tremendamente fría en estos meses en los que el invierno mesetario ha decidido explayarse al fin. No suele ser un espacio especialmente frecuentado: profesores que corrigen en calma durante sus horas libres, alumnos que deciden aprovechar los tiempos de recreo para adelantar ejercicios, algún padre despistado que acaba allí intentando localizar la clase de su hijo y poco más… En definitiva, un lugar propicio para intermitentes desconexiones, a cubierto del bullicio de aulas y patios, impregnado de ese olor característico a humedad y papel viejo que retienen todas las bibliotecas en las que recuerdo haber estado, y en el que un servidor acierta a relajarse a menudo, cuando la distribución del tiempo académico lo permite.

La sección de narrativa comienza en el lateral que hace esquina entre la mesa de los ordenadores y el comienzo de la ventana. Allí, sobre la balda superior, encontré un ejemplar de El libro de las ilusiones, cuyo autor es Paul Auster. Su amplio lomo amarillento descollaba entre varios ejemplares de menor tamaño. Llevaba tiempo llamándome la atención y a pesar de haberlo ojeado recurrentemente nunca me había decidido a llevármelo, tal vez por uno de esos incomprensibles prejuicios que siempre me han despertado los escritores contemporáneos de éxito. Sin embargo, la semana pasada decidí vencer mi rechazo y concederle una oportunidad de la que no me arrepiento.

Con un estilo impecable, rápido y ágil, el autor nos conduce a través de una ficción narrada en primera persona. David Zimmer, un profesor de literatura sacudido por un terrible accidente que se llevó la vida de su mujer y sus dos hijos, deambula a la deriva entre la desesperación y un estado cercano a la catarsis alcohólica. Inoperante ante tamaña desgracia, descreído de todo lo que parecía tener sentido en su vida, el protagonista desciende a través de una espiral peligrosa que le conduce irreversiblemente hacia un infierno personal e intransferible. Una casualidad, caprichosa como todas las casualidades, hace que se detenga la tramoya del pandemónium: una madrugada al borde del delirio, la televisión pasa un cortometraje mudo de los años veinte. Se trata de una comedia dirigida y protagonizada por Héctor Mann, cineasta de segunda fila que despertó su interés años atrás, cuando de él poco se sabía tras su extraña desaparición a finales de esa misma década. Tras varios meses de voluntario aislamiento, una escena de aquel filme consigue arrancarle la primera sonrisa en mucho tiempo. Entonces, y aun sin saberlo, su vida habrá cambiado. 

Como un naufrago amarrado a un pedazo de madera, Zimmer se embarca en una investigación cuyo cometido es desentrañar la obra del cineasta, hacerla pública, darla a conocer. Varios meses de investigación dan por resultado un libro, El silencioso mundo de Héctor Mann, convertido rápidamente en un éxito entre aficionados al cine mudo de los años veinte, y que le pondrá sobre la pista del desaparecido Héctor.

Es precisamente esa búsqueda lo que vertebra El libro de las ilusiones. Una explicación que en el fondo es una expiación del dolor y del vacío que tras él se abre. Tres cuartas partes de la obra recrean la calamitosa vida de Héctor, sus sucesivas identidades, la construcción de su propio personaje, su constante huida hacia adelante. No es la persecución de un individuo, sino la búsqueda de un sentido lo que lleva a Zimmer a dar con él. Esa esperanza convertida en ilusión salvará su vida.

La veracidad del discurso de El libro de la ilusiones descansa en una prosa envolvente que atrapa al lector. Auster sabe como llenar la página, entretenerse en su cometido pero sin caer en lo superfluo, con un estilo bien definido que le aporta un ritmo cinematográfico. Esa es otra de sus virtudes. El libro se detiene a menudo en la descripción de las películas de Mann. Contadas en un tono objetivo pero con la justa persuasión como para hacerlas creíbles. Evocando imágenes a través de las palabras consigue que el lector se convierta en espectador, que nuestra imaginación visualice esas imágenes con la precisión de un guionista hasta confundir la página con una pantalla de proyección.

Por lo visto no se trata de una destreza casual. Aficionado al cine, Auster ha practicado con anterioridad y reconocida solvencia el género del guion cinematográfico. Es esa capacidad de hilvanar secuencias en un orden narrativo bien construido, de otorgarles un ritmo cadencioso y envolvente que siempre mira hacia adelante, donde probablemente radique el éxito de su prosa. Una concepción norteamericana del sentido del ritmo. Ágil, decidida, vertiginosa; pero perfectamente ornamentada, de una intensidad por momentos lírica y a pesar de todo generosa y accesible. 

Ingredientes como estos hacen del autor de El libro de las ilusiones un referente interesante en la literatura contemporánea (le gusten o no a mis prejuicios como lector). Otras obras que aprovecho para recomendar son, por ejemplo, Brooklyn Follies o su archiconocida Trilogía de Nueva York. Pero hay muchas más, pues Auster es prolífico en su producción. Cualquiera de ellas, estoy seguro, hará que pases un rato agradable disfrutando de un autor refinado que sabe como contar historias inteligentes.

domingo, 12 de junio de 2011

JUSTIFICARNOS Y PEDIR PERDÓN (Memorias, Albert Speer, El Acantilado, Barcelona, 2001)


Lo que sigue lo escribió Albert Speer, ministro de armamento y arquitecto personal de Hitler, en el otoño de 1943, cuando ya la guerra estaba perdida para Alemania y todo era cuestión de tiempo:

“Los antiguos colaboradores de Hitler coincidían con sus asistentes en que este había sufrido un cambio durante el último año. Eso no podía sorprender a nadie, pues durante aquel año vivió la catástrofe de Stalingrado, vio impotente cómo más de 250.000 soldados capitulaban en Túnez y presenció la destrucción de ciudades alemanas sin poder ofrecer apenas resistencia; al mismo tiempo tuvo que renunciar a una de sus mayores esperanzas bélicas y aceptar la decisión de la marina de retirar los submarinos del Atlántico. No hay duda de que Hitler se daba cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos, ni de que reaccionó ante ellos como un ser humano: sintiéndose desengañado y abatido; su optimismo era cada vez más forzado. Puede que hoy en día Hitler se haya convertido en un objeto de frío estudio para el historiador; pero para mí sigue siendo una persona, sigue estando físicamente presente.”

Albert Speer fue responsable, entre otras cosas, de cuadruplicar la industria de armamentos y municiones alemanas en la recta final de la contienda. Albert Speer era un genio de las cábalas, un tecnócrata consumado. En 1945, cuando todo acabó, fue recluido junto a otros jerarcas nazis en Núremberg y procesado por crímenes contra la humanidad. Su pecado fue el desplazamiento de miles de prisioneros hacia las fábricas de armamento alemanas que trabajaron a destajo en las postrimerías de la guerra. Se salvó de la horca sencillamente porque no ocultó nada, y porque tuvo la enorme suerte de ser detenido junto a otros jerarcas con un mayor grado de implicación en el genocidio. Los vencedores necesitaban dar su particular lección al mundo y en consecuencia ejecutaron a los responsables más directos. Albert Speer se salvó precisamente por eso, porque su nombre aparecía en segunda fila como bien simbolizó el proceso de Núremberg. En cambio, pasó casi dos décadas encerrado en la prisión berlinesa de Spandau, junto a otros afortunados como el ministro de economía Walter Funk o el repudiado Rudolf Hess. Durante su estancia tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre lo que había sido su vida, su vinculación personal con el nacionalsocialismo y con el propio Hitler. El resultado se puede contemplar en estas Memorias, que por momentos más parecen el relato autopsicoanalista de un hombre prisionero de su propia conciencia y del cargo que de ella ha hecho.

Escritas en tono sobrio, estas Memorias trazan la singladura de un régimen desde sus inicios triunfales hasta el hundimiento y la humillación final. La lenta descomposición de su engranaje corrupto y el carisma de los hombres que lo hicieron posible, encuentran aquí una visión que aun no siendo objetiva nada tiene que envidiar a numerosos tratados de Historia. Quizá porque Albert Speer participó de ella, sea motivo suficiente para tener en cuenta lo que de ella entendió. Sus ojos fueron testigos directos, vieron cómo las rémoras del poder intransferible de Hitler se zancadilleaban entre sí incluso cuando todo se había teñido ya de sombra, incluso cuando éste se había volado la tapa de los sesos con su Luger. Speer fue una de esas rémoras. Ambiciosa en su naturaleza de paladín artístico del Führer, pero también en su participación política cuando fue nombrado ministro de armamento en 1942. La precisión de los datos que ofrece en buena medida es debida a la documentación que consiguió salvar y a la imaginería literaria de un buen escritor. Por eso resultan tan atractivas de leer, porque no arañan las certezas que de la Historia se tienen pero tampoco contribuyen a los malentendidos que le son tan habituales. Albert Speer simplemente escribió (algo que hacemos muchos) e intentó dejar constancia de lo que significó su vida en el pandemónium nazi. No eludió ninguna responsabilidad ni se autocensuró en sus observaciones. Fue consecuente y asumió la culpa y el honor maltrecho. Pagó la factura que la Historia le encomendó, y punto. 

Muchos decidieron morir a llevar esa carga, pero Albert Speer prefirió dejar en manos del destino lo que le sucediera en la vida. Su figura, aun hoy, sigue suscitando polémica. De hecho su liberación en 1966 fue todo un acontecimiento mundial. No en vano, cuántos hombres han caído en la difamación y el oprobio de la Historia, y sus nombres se han contemplado como ratas enjauladas portadoras de la peste. 

A mi modo de ver, el asunto no es en modo alguno tan sencillo. Si aquellos fueron capaces de obrar como obraron, de hacerse un hueco entre las personas aún a costa de las atrocidades que pudieran cometer, su culpa nos hace tan responsables como a ellos; por habérselo permitido, por haber engrandecido sus nombres, sea por sus logros o por sus equivocaciones, hasta el punto de contemplarlos más allá del tiempo en que vivieron. Albert Speer hizo lo que todos los hombres hacemos a lo largo de nuestra vida: justificarnos y pedir perdón.

lunes, 25 de abril de 2011

CRÓNICA DE UNA MUERTE PARA NADA (Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez, Debolsillo, Barcelona, 1993)


La pereza me impide llegar aquí muchas veces, llegar y sentarme delante de la pantalla e intentar darle una explicación lógica a lo que leo; que no solo se quede en eso, en una simple lectura que no tardaré en olvidar. La pereza resulta una buena cuartada para arrepentirse de las cosas, y así los días van pasando y los libros amontonándose en las estanterías acumulando polvo y olvido. Ese es mi mayor problema. La abulia que rezumo en cada empresa que inicio, tarde o temprano apartada por otras igual de inútiles y perecederas que se suceden como piezas de dominó dispuestas en un orden que no alcanzo a comprender. Muchas veces es el tiempo, su ausencia concretamente, lo que me lo impide. No es excusa, lo sé. Malgastar mi tiempo es algo que me absorbe mucho de él, y en eso quizá sea en lo único que me he mantenido constante a lo largo de estos recién cumplidos treinta y un años.

Pero hay tradiciones a las que no me resisto. Tradiciones que yo mismo me he impuesto con los años y que me obligo a cumplir con religiosa obediencia. Bajar a la ciudad todos los 23 de abril y regalarme por mi cumpleaños algún libro, es una de ellas. Ya he dado cuenta de ello aquí alguna vez. Me repito; también lo sé. Pero, ¿quién no lo hace?

Este año Gabriel García Márquez fue el elegido y su Crónica de una muerte anunciada. No es largo, así que me lo leí la misma tarde. Me gustó. Me gustó mucho.

En poco más de cien páginas, el autor nos sumerge en los episodios de una ciudad maldita donde en el transcurso de una mañana se suceden la desgracia de una boda fallida y el asesinato de un hombre, Santiago Nasar, a quien la suerte (la mala, se entiende) hace partícipe de un crimen de honor del que probablemente carecía de toda responsabilidad. Una muerte anunciada a voz en grito tanto por los promotores del asesinato como por los vecinos de la villa quienes, a pesar de ello, resultaron incapaces de evitarla. Contado en un tono frío y sin el exceso del detallismo redundante, el libro atrapa desde el comienzo aun empleando el arriesgado recurso de destripar su argumento en la primera línea.

Crónica de una muerte anunciada se tituló así porque no podía llamarse de otra manera, porque el asesinato en sí no es lo importante, ni siquiera las circunstancias en las que tuvo lugar ni los protagonistas que lo hicieron posible. En ese sentido, el libro recuerda a otros cuyas características los hacen semejantes. El túnel, de Sábato; o El extranjero, de Camus, por ejemplo. Obras en las que el desamparo y la indefensión del ser humano son los verdaderos protagonistas. Santiago Nasar murió no por las heridas de los cuchillos que le destazaron el cuerpo como un cerdo destripado, sino por el desinterés y la falta de humanitarismo de las personas que vieron que aquello podía suceder y aun así no movieron un dedo para evitarlo. Crónica de una muerte anunciada es la historia de un hombre solo en un mundo habitado por hombres y mujeres igual de solos. Y quizá el verdadero crimen sea ése, que nuestra especie haya hecho de novelas como ésta obras contemporáneas independientemente de cuándo fueran escritas y de cuándo sean leídas. Vivimos encerrados en nosotros mismos, y nosotros mismos nos hemos impuesto la más letal y perturbadora de las dictaduras. La del ordeno y mando; la del aquí y el ahora.

Tropezamos tantas veces con la misma piedra porque esa piedra es lo que somos nosotros. Tan propia como puedan serlo nuestros brazos y nuestras piernas que al caer se magullan. Como pueda serlo el dolor de arrepentirse, nos sirva o no la pereza como excusa.

domingo, 30 de enero de 2011

LA FIEL MUSA SUMISA (Señora de rojo sobre fondo gris, Miguel Delibes, Ediciones Destino, Barcelona, 1991)


Recuerdo que cuando vivía en Valladolid tenía por costumbre, sobre todo los días fríos del invierno, caminar el tramo que separa el barrio de la Pilarica, donde entonces vivía, y la entrada del Campo Grande, junto a la vieja estación de ferrocarriles. No recuerdo el nombre de la calle. No tenía nada de especial, igual de insulsa e impersonal que el resto de calles de esa ciudad; pero el caso es que me gustaba aquel paseo. Recorrerlo bajo la terrible cencellada invernal que acuchillaba los huesos con la terquedad de un homicida, era, hasta cierto punto, catártico. Solía servirme para aclarar las ideas y despejar alguna de las muchas incógnitas que entonces cargaba a cuestas. Algunas veces, las menos, solía adentrarme en el Campo Grande y perderme entre sus laberínticas calles. Me gustaba ver a los pavos reales lucir la macedonia de colores de sus colas frente a las apáticas hembras y, sobre todo, disfrutaba dando de comer migajas de pan a las ardillas que bajaban de los castaños de indias y se subían en mi hombro.

Una mañana de esas, mientras las ardillas correteaban por mi brazo y los niños se quedaban perplejos delante de mí, un anciano se detuvo a mi lado. Enseguida acudieron también los padres de aquellos chicos.

—Mirad, es Miguel Delibes —decían a sus hijos. Pero a ellos les daba igual quien fuera aquel anciano. Era mucho más interesante observar lo insólito de aquellas confiadas criaturas subidas a mis hombros.

El viejo agradeció la falta de interés y, tras despachar con un apretón de manos a los curiosos padres, continuó el paseo apoyado en su bastón.

Por entonces yo no conocía nada de su obra (sigo sin hacerlo), si exceptuamos las típicas lecturas que me hicieron leer en el colegio. El camino y Cinco horas con Mario, creo recordar. No era un autor que me interesase, principalmente porque consideraba que no tenía gran cosa que decirme; que lo que escribía, sobre todo el modo en que lo hacía, no coincidía con mi particular visión del universo literario. Por suerte, los buenos lectores (y yo me tengo entre ellos) son aquellos que luchan contra los prejuicios que, sin saber muy bien cómo, se instalan en sus cabeza y les limitan la posibilidad de adentrarse, precisamente, en el vasto y sorprendente universo de la literatura.

De modo que, cuando me recomendaron la lectura de Señora de rojo sobre fondo gris, me resistí al inicial rechazo y le hinqué el diente. Cuando cerré el libro, después de terminar la última página, lloré como nunca antes lo había hecho con un libro.

A modo de falsa epístola, el escritor, camuflado en la piel de un pintor de prestigio, relata a su hija, presa política en los estertores del Franquismo, los últimos años de la vida de quien fue su madre.

Haciendo gala de una ternura insólita, Delibes fantasea con el episodio que marcó un límite en su vida y, por extensión, en su carrera literaria. Después de la muerte de su esposa, el escritor arrastró durante años la yerta condena de quien no encuentra sentido a las palabras que escribe, como si el numen se hubiera desecho en una efervescencia imprevista, quizá porque sabía que la actividad creadora es imposible si alguien no te empuja por detrás, no te lleva de la mano. Señora de rojo fue escrita con la perspectiva y la calma que otorgan los años, cerca de dos décadas después del fallecimiento de Ángeles, cuando la herida, visible siempre, ya había cicatrizado. Esa templanza se refleja en un estilo amable y cómodo, con especial predilección por las construcciones sencillas, la coordinación sintáctica y la concisa pulcritud del aforismo. En ese sentido, Delibes es una isla en mitad de un océano (el de la narrativa española) demasiado dado al despliegue manierista, barroco e infumable; donde lo prestigioso es el alarde gratuito y la devoción por el ambage una veleidad casi sectaria.

Pero, además, Señora de rojo sobre fondo gris es un relato de lo cotidiano. Y en ese sentido encierra algunos logros más allá de la emoción del relato en sí.

Tal vez sin pretenderlo, Delibes sumerge al lector en lo que fue —y ha dejado de ser— esa unidad básica de organización social a la que llamamos familia. Cambios que precisamente comenzaron a forjarse tras la muerte del régimen y que ahora, me atrevería a decir, siguen en proceso de adaptación. Señora de rojo es, también, la descripción de un ideario obsoleto de mujer: la fiel musa sumisa que permitía al hombre —artista y no— llegar a ser lo que era. Un ideario de mujer que comenzó a cambiar con la Transición y del que probablemente reniegue la mujer de hoy.

Tal vez sin pretenderlo o, quizá, sí. El caso es que Miguel Delibes no necesitó morirse para que el público reconociera en él a uno de los más grandes narradores castellanos en el sentido toponímico del término. Algunos, como yo, todavía no estamos en condiciones de opinar más allá del atrevimiento de estas palabras.

Sigamos, pues, combatiéndonos los prejuicios.

sábado, 22 de enero de 2011

DOS MITADES DE UNA MISMA COSA (Cara o cruz, Itziar Mínguez Arnáiz, editorial Huacanamo, Barcelona, 2009)


Ella metía los libros en la cajas de embalaje mientras yo limpiaba de polvo las estanterías de aquella casa que dejaba de ser nuestra. Ese pequeño zulo que tantos días nos dio cobijo en el viejo edificio abuhardillado de la calle Juan de Leyva.

Es lo que tiene el amor. Que, como todo, acaba gastándose.

Recuerdo que se levantó del suelo y fue hasta el baño. Escuché que se encerraba y luego el hipido amortiguado de sus gemidos. Fui hasta la puerta y le pedí, por favor, que abriera. Cuando lo hizo, nos fundimos en uno de esos abrazos que aún vestían misteriosamente nuestra misma talla. Y juntos rompimos a llorar, como dos críos a quien se les ha muerto a la vez la infancia…

Ha pasado mucho de aquello, tanto que no me atrevo a contar los años. Pero hoy, ojeando uno de esos libros que a veces se compra sin saber muy bien si se ha acertado, me he retrotraído a aquella época, a aquel instante tan pretérito que ya no logro vislumbrar si fue perfecto o imperfecto.

Cara o cruz es el titulo; e Itziar Mínguez Arnáiz, su autora.

Habré tardado unos cuarenta y cinco minutos en terminarlo. De un tirón, pero sin prisa. Releyendo los poemas, deteniéndome a pensar, a reflexionarlos, a paladearlos como ya he repetido otras veces que siempre ha de hacerse con la poesía.

Dada la obviedad del título, no podía ser de otra manera: Cara o cruz se presenta ante el lector en forma de díptico. Dos mitades de una misma cosa. Una realidad partida en dos, sangrante como una herida que no terminara de cicatrizar. Dos episodios de eso que es lo único atemporal que junto al odio existe y que, sin embargo, seguimos sin comprender. La experiencia finita y milagrosa del amor que cuando acaba, duele, mata y embalsama.

Cara o cruz es un libro agradecido desde la primera página hasta la última. Cómodo en un discurso legible y huidizo de toda perorata. Los poemas se distribuyen en un orden casi estrictamente temporal, sosteniendo un lenguaje narrativo que combina con precisión lirismo sutil y sencillez expresiva. Es un libro que, aun siendo diminuto, no agota. Es un libro que da sed. Y que alguien que haya sentido mínimamente el dolor y la misericordia de amar, hará suyo.

Aquí dejo dos muestras. El primero es un fragmento de Rutinas, único poema que se incluye en Cara, una de las mitades del díptico. Fotos pertenece a Cruz, la segunda de las mitades.

Tú elijes con cuál te quedas…



RUTINAS

…Inclemencia es una palabra
que parece haber nacido para ir siempre unida a tiempo.
Una palabra que no tiene sentido
cuando no acompaña a la palabra tiempo.
Como te pasa a ti que eres nadie cuando ella no está,
que no te sostienes aunque existas,
aunque no se pueda poner en entredicho tu ser,
tu pesar en la vida…


FOTOS

Ninguno de los dos quiere llevarse
los álbumes
ni los Cd-roms

Será que nos sobra memoria
o que tememos haber olvidado.

sábado, 18 de diciembre de 2010

GREGOR SAMSA ERES TÚ (La metamorfosis, Franz Kafka, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000)


Hace unas semanas, un profesor del colegio donde pasé la mayor parte de mi vida escolar me pidió que participara en el taller de literatura que estaba creando. Se trataba de una iniciativa bastante interesante que pretendía fomentar el interés por los libros y la literatura entre alumnos, padres y profesores. La propuesta me sedujo de manera que allí me presenté, una tarde nada más llegar del colegio donde actualmente imparto clases de Historia.

La reunión era en el salón de actos. Había tráfico, así que llegué unos minutos después de la hora señalada. El grupo estaba sentado formando un círculo en medio de la enorme sala. Saludé a los presentes. Había muchas caras conocidas, la mayoría antiguos profesores que más tarde fueron compañeros durante el año que allí estuve trabajando. También había otras personas que no conocía, mujeres todas ellas y madres de alumnos seguramente. El grupo lo constituíamos una docena de personas.

Juancho, que es así como se llama el profesor que me invitó, comenzó a hablar. Se le ocurrió que lo mejor sería que nos presentáramos al resto del grupo y que después acordáramos la lectura con que inaugurar el taller. Tras discutir la fecha y la hora del próximo encuentro, escogimos la obra. La metamorfosis, de Franz Kafka, fue la elegida. No pude resistirme y, cuando proponíamos moderador para dicho encuentro, levanté la mano y me presenté voluntario. A los demás asistentes les pareció bien y el asunto no se prolongó mucho más. Lo que teníamos que hacer era hincarle el diente y al cabo de un mes volver a reunirnos para poner en común las impresiones que nos había suscitado. Sin más, dimos por concluido el encuentro.

Debía de tener dieciséis años la primera vez que leí La metamorfosis. De hecho, fue de los primeros libros que adquirí y que hoy ocupa un lugar prominente en la extensa biblioteca que atesoro. Desplegué la primera página y esto fue lo que encontré: una mañana, al despertar de una noche llena de sueños intranquilos, Gregor Samsa se encontró en su cama, convertido en un bicho monstruoso.

Paradójicamente, hablar de este libro no me resulta tarea fácil. Es como hablar de mi mismo ¿Por dónde empezar? ¿Cuál es el principio? ¿Qué debo decir que tal vez no se haya dicho todavía? Complicado, muy complicado.

Cuando un libro es capaz de desmontarte la concepción el mundo y de tu propia identidad en tan solo sesenta páginas, uno tiene bastante con saber cerrar la boca y reponerse del impacto visual. Eso fue precisamente lo que sucedió la noche en que Gregor Samsa se presentó ante mí para hablarme de mi mismo. Ese libro me violó la adolescencia y me preñó de algo a lo que todavía no sé poner nombre y para lo que aún busco respuestas. La metamorfosis significó el comienzo de aquello que soy sin saber muy bien lo que eso significa.

Sigamos, pues, por los más obvio.

Franz Kafka escribió La metamorfosis entre los meses de noviembre y diciembre de 1912. Sin embargo, no sería publicado por vez primera hasta tres años más tarde, en 1915. Gracias al rico legado epistolar que dejó el autor, pueden conocerse las angustiosas circunstancias del proceso de creación en que la obra fue concebida. Kafka reconoce en una de sus cartas que la idea de escribir el relato le sobrevino después de un turbulento sueño (de este hecho da buena cuenta el comienzo del libro). El proceso de gestación fue lento, interrumpido constantemente por tráfagos y obligaciones que le impedían centrarse en la necesidad de dar forma a la narración, restándose a sí mismo horas de sueño y obligándose a permanecer despierto y al borde del delirio. Porque precisamente eso es La metamorfosis. Un relato al borde del delirio, a medio camino entre la pesadilla y lo real, una mixtura donde convergen y se confunde biografía y fábula. Sesenta páginas que de ningún modo pueden leerse fácilmente. El autor lo diseñó para que su lectura resultase incómoda, pesada y angustiosa. Para que los ojos del lector atravesaran el desierto de una noche fuera del tiempo.

Kafka era un checo que escribía en alemán, un judío atenazado por los pogromos de principios del siglo XX, un hijo cuyo padre atormentó y menospreció con la exigencia de un torturador, un joven tuberculoso y desvalido. Pero por encima de todo, Franz Kafka fue un hombre sin un lugar en el mundo que le tocó vivir, al margen de lo permitido y sin una identidad tras la que protegerse y pedir auxilio. Kafka vivió a la intemperie de una época que le destrozó hasta matarle. Pero antes de ello, volcó todas sus fobias en un manuscrito que por extremo ha superado con creces el tribunal del tiempo, para convertirse en una obra universal cuyo significado se antoja comprensible hoy, como si hoy mismo hubiese sido escrita.

Gregor Samsa eres tú, que lees estas páginas. Gregor Samsa soy yo, que aquí me despido.