La biblioteca del colegio donde
trabajo se abre en el extremo derecho del primer piso. Es una habitación
amplia, bien iluminada por los ventanales que flanquean tres de sus cuatro costados;
pero fría, tremendamente fría en estos meses en los que el invierno mesetario
ha decidido explayarse al fin. No suele ser un espacio especialmente
frecuentado: profesores que corrigen en calma durante sus horas libres, alumnos
que deciden aprovechar los tiempos de recreo para adelantar ejercicios, algún
padre despistado que acaba allí intentando localizar la clase de su hijo y poco
más… En definitiva, un lugar propicio para intermitentes desconexiones, a
cubierto del bullicio de aulas y patios, impregnado de ese olor característico
a humedad y papel viejo que retienen todas las bibliotecas en las que recuerdo
haber estado, y en el que un servidor acierta a relajarse a menudo, cuando la
distribución del tiempo académico lo permite.
La sección de narrativa comienza
en el lateral que hace esquina entre la mesa de los ordenadores y el comienzo
de la ventana. Allí, sobre la balda superior, encontré un ejemplar de El libro de las ilusiones, cuyo autor es
Paul Auster. Su amplio lomo amarillento descollaba entre varios ejemplares de
menor tamaño. Llevaba tiempo llamándome la atención y a pesar de haberlo ojeado
recurrentemente nunca me había decidido a llevármelo, tal vez por uno de esos incomprensibles
prejuicios que siempre me han despertado los escritores contemporáneos de
éxito. Sin embargo, la semana pasada decidí vencer mi rechazo y concederle una
oportunidad de la que no me arrepiento.
Con un estilo impecable, rápido y
ágil, el autor nos conduce a través de una ficción narrada en primera persona.
David Zimmer, un profesor de literatura sacudido por un terrible accidente que
se llevó la vida de su mujer y sus dos hijos, deambula a la deriva entre la
desesperación y un estado cercano a la catarsis alcohólica. Inoperante ante
tamaña desgracia, descreído de todo lo que parecía tener sentido en su vida, el
protagonista desciende a través de una espiral peligrosa que le conduce irreversiblemente
hacia un infierno personal e intransferible. Una casualidad, caprichosa como
todas las casualidades, hace que se detenga la tramoya del pandemónium: una
madrugada al borde del delirio, la televisión pasa un cortometraje mudo de los
años veinte. Se trata de una comedia dirigida y protagonizada por Héctor Mann,
cineasta de segunda fila que despertó su interés años atrás, cuando de él poco
se sabía tras su extraña desaparición a finales de esa misma década. Tras
varios meses de voluntario aislamiento, una escena de aquel filme consigue
arrancarle la primera sonrisa en mucho tiempo. Entonces, y aun sin saberlo, su
vida habrá cambiado.
Como un naufrago amarrado a un
pedazo de madera, Zimmer se embarca en una investigación cuyo cometido es
desentrañar la obra del cineasta, hacerla pública, darla a conocer. Varios meses
de investigación dan por resultado un libro, El silencioso mundo de Héctor Mann, convertido rápidamente en un
éxito entre aficionados al cine mudo de los años veinte, y que le pondrá sobre
la pista del desaparecido Héctor.
Es precisamente esa búsqueda lo
que vertebra El libro de las ilusiones.
Una explicación que en el fondo es una expiación del dolor y del vacío que tras
él se abre. Tres cuartas partes de la obra recrean la calamitosa vida de Héctor,
sus sucesivas identidades, la construcción de su propio personaje, su constante
huida hacia adelante. No es la persecución de un individuo, sino la búsqueda de
un sentido lo que lleva a Zimmer a dar con él. Esa esperanza convertida en
ilusión salvará su vida.
La veracidad del discurso de El libro de la ilusiones descansa en una
prosa envolvente que atrapa al lector. Auster sabe como llenar la página,
entretenerse en su cometido pero sin caer en lo superfluo, con un estilo bien
definido que le aporta un ritmo cinematográfico. Esa es otra de sus virtudes.
El libro se detiene a menudo en la descripción de las películas de Mann.
Contadas en un tono objetivo pero con la justa persuasión como para hacerlas creíbles.
Evocando imágenes a través de las palabras consigue que el lector se convierta
en espectador, que nuestra imaginación visualice esas imágenes con la precisión
de un guionista hasta confundir la página con una pantalla de proyección.
Por lo visto no se trata de una
destreza casual. Aficionado al cine, Auster ha practicado con anterioridad y reconocida
solvencia el género del guion cinematográfico. Es esa capacidad de hilvanar
secuencias en un orden narrativo bien construido, de otorgarles un ritmo
cadencioso y envolvente que siempre mira hacia adelante, donde probablemente
radique el éxito de su prosa. Una concepción norteamericana del sentido del
ritmo. Ágil, decidida, vertiginosa; pero perfectamente ornamentada, de una
intensidad por momentos lírica y a pesar de todo generosa y accesible.
Ingredientes como estos hacen del
autor de El libro de las ilusiones un
referente interesante en la literatura contemporánea (le gusten o no a mis
prejuicios como lector). Otras obras que aprovecho para recomendar son, por
ejemplo, Brooklyn Follies o su
archiconocida Trilogía de Nueva York.
Pero hay muchas más, pues Auster es prolífico en su producción. Cualquiera de
ellas, estoy seguro, hará que pases un rato agradable disfrutando de un autor
refinado que sabe como contar historias inteligentes.
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