domingo, 16 de diciembre de 2012

UNA CONCEPCIÓN NORTEAMERICANA DEL SENTIDO DEL RITMO (El libro de las ilusiones, Paul Auster, Anagrama, Barcelona, 2003)




La biblioteca del colegio donde trabajo se abre en el extremo derecho del primer piso. Es una habitación amplia, bien iluminada por los ventanales que flanquean tres de sus cuatro costados; pero fría, tremendamente fría en estos meses en los que el invierno mesetario ha decidido explayarse al fin. No suele ser un espacio especialmente frecuentado: profesores que corrigen en calma durante sus horas libres, alumnos que deciden aprovechar los tiempos de recreo para adelantar ejercicios, algún padre despistado que acaba allí intentando localizar la clase de su hijo y poco más… En definitiva, un lugar propicio para intermitentes desconexiones, a cubierto del bullicio de aulas y patios, impregnado de ese olor característico a humedad y papel viejo que retienen todas las bibliotecas en las que recuerdo haber estado, y en el que un servidor acierta a relajarse a menudo, cuando la distribución del tiempo académico lo permite.

La sección de narrativa comienza en el lateral que hace esquina entre la mesa de los ordenadores y el comienzo de la ventana. Allí, sobre la balda superior, encontré un ejemplar de El libro de las ilusiones, cuyo autor es Paul Auster. Su amplio lomo amarillento descollaba entre varios ejemplares de menor tamaño. Llevaba tiempo llamándome la atención y a pesar de haberlo ojeado recurrentemente nunca me había decidido a llevármelo, tal vez por uno de esos incomprensibles prejuicios que siempre me han despertado los escritores contemporáneos de éxito. Sin embargo, la semana pasada decidí vencer mi rechazo y concederle una oportunidad de la que no me arrepiento.

Con un estilo impecable, rápido y ágil, el autor nos conduce a través de una ficción narrada en primera persona. David Zimmer, un profesor de literatura sacudido por un terrible accidente que se llevó la vida de su mujer y sus dos hijos, deambula a la deriva entre la desesperación y un estado cercano a la catarsis alcohólica. Inoperante ante tamaña desgracia, descreído de todo lo que parecía tener sentido en su vida, el protagonista desciende a través de una espiral peligrosa que le conduce irreversiblemente hacia un infierno personal e intransferible. Una casualidad, caprichosa como todas las casualidades, hace que se detenga la tramoya del pandemónium: una madrugada al borde del delirio, la televisión pasa un cortometraje mudo de los años veinte. Se trata de una comedia dirigida y protagonizada por Héctor Mann, cineasta de segunda fila que despertó su interés años atrás, cuando de él poco se sabía tras su extraña desaparición a finales de esa misma década. Tras varios meses de voluntario aislamiento, una escena de aquel filme consigue arrancarle la primera sonrisa en mucho tiempo. Entonces, y aun sin saberlo, su vida habrá cambiado. 

Como un naufrago amarrado a un pedazo de madera, Zimmer se embarca en una investigación cuyo cometido es desentrañar la obra del cineasta, hacerla pública, darla a conocer. Varios meses de investigación dan por resultado un libro, El silencioso mundo de Héctor Mann, convertido rápidamente en un éxito entre aficionados al cine mudo de los años veinte, y que le pondrá sobre la pista del desaparecido Héctor.

Es precisamente esa búsqueda lo que vertebra El libro de las ilusiones. Una explicación que en el fondo es una expiación del dolor y del vacío que tras él se abre. Tres cuartas partes de la obra recrean la calamitosa vida de Héctor, sus sucesivas identidades, la construcción de su propio personaje, su constante huida hacia adelante. No es la persecución de un individuo, sino la búsqueda de un sentido lo que lleva a Zimmer a dar con él. Esa esperanza convertida en ilusión salvará su vida.

La veracidad del discurso de El libro de la ilusiones descansa en una prosa envolvente que atrapa al lector. Auster sabe como llenar la página, entretenerse en su cometido pero sin caer en lo superfluo, con un estilo bien definido que le aporta un ritmo cinematográfico. Esa es otra de sus virtudes. El libro se detiene a menudo en la descripción de las películas de Mann. Contadas en un tono objetivo pero con la justa persuasión como para hacerlas creíbles. Evocando imágenes a través de las palabras consigue que el lector se convierta en espectador, que nuestra imaginación visualice esas imágenes con la precisión de un guionista hasta confundir la página con una pantalla de proyección.

Por lo visto no se trata de una destreza casual. Aficionado al cine, Auster ha practicado con anterioridad y reconocida solvencia el género del guion cinematográfico. Es esa capacidad de hilvanar secuencias en un orden narrativo bien construido, de otorgarles un ritmo cadencioso y envolvente que siempre mira hacia adelante, donde probablemente radique el éxito de su prosa. Una concepción norteamericana del sentido del ritmo. Ágil, decidida, vertiginosa; pero perfectamente ornamentada, de una intensidad por momentos lírica y a pesar de todo generosa y accesible. 

Ingredientes como estos hacen del autor de El libro de las ilusiones un referente interesante en la literatura contemporánea (le gusten o no a mis prejuicios como lector). Otras obras que aprovecho para recomendar son, por ejemplo, Brooklyn Follies o su archiconocida Trilogía de Nueva York. Pero hay muchas más, pues Auster es prolífico en su producción. Cualquiera de ellas, estoy seguro, hará que pases un rato agradable disfrutando de un autor refinado que sabe como contar historias inteligentes.

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