martes, 31 de agosto de 2010

UNA HISTORIA DE VIDA (las aventuras de Wesley Jackson, William Saroyan, Acantilado, Barcelona, 2006)


No puedo dejar de imaginarme la cara estupefacta del oficial del ejército de los Estados Unidos cuando terminó de leer lo que previa y teóricamente había sido un encargo para suavizar la imagen del propio ejército durante la Segunda Guerra Mundial. El escritor elegido fue William Saroyan. El resultado, Las aventuras de Wesley Jackson, un tratado antibelicista de profuso resuello anarquista.

La cara, como digo, debió de parecerse bastante a un poema. A uno de Lovecraft, en concreto.

Si lo que querían era propaganda al más puro estilo Goebbelsiano, metieron la pata a la altura del corvejón. Se la colaron por donde más dolía y para colmo con éxito editorial de por medio. El libro gustó, aunque no precisamente a quien debía y en el modo en que debía gustar.

Anécdotas aparte, de poco sirve que un libro lance una cruzada contra la guerra puesto que ya sabemos todos lo que supusieron aquellos primeros años de la década de los 40, lo que significaron, el poso que dejaron y la manera que tuvieron de perfilar los nuevos modos de enfrentarse a la Historia, al pensamiento y a la vida en general. De poco sirve. Incluso me atrevería a decir que la intención de Saroyan no era abanderar ninguna causa perdida. Lo que hizo, lo que la cabeza y el corazón le pidieron que hiciera, no fue escribir sobre algo que le aterrorizaba y que era la guerra, sino redactar un precioso manifiesto que recogiese las pequeñas y grandes miserias y alegrías que hacen de un hombre precisamente eso, un hombre. Saroyan se sobrepuso al disgusto que debió suponerle el encargo de adecentar un oficio tan miserable como el de la guerra, se aferró a sus principios pertrechándose del valor suficiente como para decirle al mundo entero lo que sentía ante tales acontecimientos y, finalmente, redactó una bella historia de camaradería, amor y libertad.

Si lo que el lector busca es una novela ambientada en la guerra, se equivoca de plano en la elección. De hecho las pocas secuencias de tímido belicismo se reservan al final del libro y apenas llegan a ocupar un par de páginas. Lo que está contando Saroyan es una historia de vida, desde el reclutamiento de un muchacho de apenas diecinueve años en un campamento de instrucción militar hasta el día de su regreso de la contienda, pasando por toda suerte de incidentes más o menos afortunados que van enseñándole lo que en verdad significa todo el tinglado de la vida. Para ello, Saroyan logra crear un ambiente más que propicio pues no es difícil advertir la evolución del protagonista, cómo cambia su percepción del mundo a medida que el tiempo y las personas pasan. En este sentido, inicialmente la novela hace gala de una ingenuidad sorprendente, muy lograda por la cantidad de diálogos interrogativos que despliega Wesley en su afán por conocer de manos de quienes él sabe que saben más. Pero de esa ingenuidad va desprendiéndose a medida que los vericuetos de la historia avanzan, dando paso lentamente a un Wesley cambiado, genuino, dueño de sus propias convicciones pero en el que no dejan de advertirse las influencias que a lo largo de su vida ha tenido: un padre alcohólico al que se niega a no redimir, la admiración de un escritor cuyas similitudes recuerdan bastante al propio Saroyan, la eterna alegría de vivir de su joven compañero Víctor Tosca, la magia verbalizada del recluta Joe Foxhall, la impotencia de un músico incapaz de tocar su trombón sin un sombrero de paja a cuestas, el deseo colmado de todo amor que al final siempre llega. Cosas varias estas, que modulan la vida de un hombre empeñado en sobrevivir a toda costa, desplegadas de acuerdo a un sencillo estilo de lo más apropiado —la esencia del más puro Saroyan— que lo convierte en un novelista indispensable para comprender la literatura norteamericana del pasado siglo.

Quizá sea que me estoy haciendo mayor, pero el caso es que las efemérides me acompañan últimamente más de lo acostumbrado. Ésta, sin ir más lejos. La que se cumple mañana, primero de septiembre. Exactamente setenta y un años después de aquel lejano uno de septiembre de 1939 en que las columnas del VI ejército alemán pusieron pie al otro lado de la frontera polaca, dando pistoletazo de salida a la mayor atrocidad de la que ha sido capaz el ser humano.

Quizá no esté de más echar un vistazo a libros como éste, ahora que parece que los tiempos vuelven a enturbiarse más allá de lo que nos permite nuestro siempre inoportuno e inapropiado olvido. Merece la pena hacerlo, de cualquier modo. Aunque sólo sea por darse el gustazo de una buena lectura.

lunes, 16 de agosto de 2010

LA ETERNA PREGUNTA (Principiantes, Raymond Carver, Anagrama, Barcelona, 2010)


Vuelo a Carver como se vuelve siempre al amor… aunque no hace mucho que hablé de él, aquí mismo, apenas unos cuantos párrafos más abajo. Pero uno no puede evitar volver donde le quieren, donde se siente a gusto y nunca defraudado. Más ahora que todo parece que se haya vuelto a complicar, y al mismo tiempo como si nada hubiera cambiado demasiado. Como si todo siguiera igual y en cambio diferente…

Anagrama sacó en mayo de este año la primera edición de Principiantes: el libro de relatos que Raymond Carver gestó allá en la segunda mitad de la década de 1970 y que finalmente salió publicado en 1981, aunque bajo otro título (De qué hablamos cuando hablamos de amor) y sesgado en prácticamente la mitad del contenido original por obra y gracia de su editor, Gordon Lish. No vamos a hacer aquí ninguna subversión apologética en contra de la labor editorial, no es mi objetivo y directamente me toca bastante los cojones los motivos que llevaron a Lish a lishiar (si me permites el juego de palabras) el original de Carver. Y no lo vamos a hacer entre otras cosas porque esto de la literatura no es más que un negocio y, como tal, está sujeto a las normas que dictamina el mercado y a las que cualquier escritor que aspire medianamente a cierta notoriedad no le queda más remedio que someterse. Desconozco los argumentos del editor, de hecho la versión que saca Anagrama y que está prologada por los responsables del buceo que rescató a Principiantes del olvido se abstiene por completo de emitir juicios de valor, lo que es de agradecer ya que el resultado de sus pesquisas, en las que de nuevo participó la viuda del escritor, Tess Gallagher, de igual modo no es otra cosa que una habilidosa maniobra del todopoderoso mercado editorial para seguir produciendo dividendos de alguien que dejó de escribir prematuramente hace ya algún tiempo.

Pero sobreponiéndonos a esta certeza y atendiendo estrictamente a lo que la palabra escrita dice por sí sola, Principiantes es una jodida obra maestra se mire por donde se mire y se juzgue del modo que uno quiera juzgarla. Una delicia en el más puro estilo Carveriano contada en un tono de inocencia demoledora.

Hace justamente seis años que leí De qué hablamos cuando hablamos de amor, en una edición sacada también por Anagrama, y me es difícil a día de hoy comprobar en qué medida el sesgo afectó al original de Carver, principalmente porque seis años dan para olvidar muchas cosas. Pero eso no es lo importante, sino la oportunidad de volver a leer esas páginas como si fueran cosecha nueva, ya que de algún modo lo son. Y cuando lo haces, cuando paseas por estas páginas, arañando la lectura de los relatos o más estrictamente arañándote ellos los ojos a cada línea, lo que sucede, lo que vuelve a suceder, es esa suerte de revelación que abrasa como el fuego que es la vida misma y de la que Carver da buena cuenta. Se trata de los mismos diecisiete relatos, obviamente ampliados y con ciertas modificaciones en los títulos (empezando por el que da nombre al libro), pero en esencia es eso, más de lo mismo: el mismo Carver, atenazado por la ansiedad y sus tribulaciones, volcado en personajes cuyas vidas son conducidas al límite de lo que ellos pueden soportar y que a pesar de todo tienen tiempo y valor de amar, borrachos a los que la vida sitúa al margen de lo estricto pero cuya cotidianidad se descubre como algo lógico e identificable, seres humanos que tienen miedo de amar y miedo de no amar lo suficiente. Que es ahí donde surge el problema: cuando no se tienen respuestas, o cuando las respuestas vienen tarde y equivocadas, a uno no le queda más remedio que lanzarse de cabeza a la realidad, y eso es lo que hace Carver con las criaturas que concibe: arrojarlas a la vida para que la vida las ahogue y también, por qué no, para que la vida las rescate.

En una asombrosa coincidencia, he tenido ocasión de compaginar la lectura de Principiantes con otra no menos acertada, una antología del poeta estadounidense William Carlos Williams, que a la sazón influiría decisivamente en la obra de Carver. Al él le debemos una de las citas más lapidarias que haya podido salir de la imaginería de un poeta: “no hay ideas sino en las cosas”, leitmotiv a la que Carver se doblegó desde un principio: que la realidad hable por sí sola, que ella sea la verdadera protagonista mientras que los personajes se convierten en su atrezo, secundarios de un actor principal que no tiene nombre pero que todos podemos reconocer, una realidad objetiva que evita a toda costa los juicios moralísticos, razón principal por la que cuando se aborda la lectura de Carver a uno le queda, como un poso amargo, el remanente de una cierta incomprensión, un ¿ya está? ¿eso es todo? Se me ocurre que la vida es eso y nada más: la eterna pregunta que pende en el aire y que nadie es capaz de cerrar su interrogante.

Y así puedo decir que vuelvo a Carver como se vuelve siempre al amor o la vida, que para el caso es lo mismo.

Eso es todo.