La primera vez que leí a Saramago fue en el invierno de 2002. Desde entonces, y como si de una costumbre pautada se tratase, siempre regreso a él cada fin de año, en forma de presente navideño que mis seres queridos o mismamente yo tenemos a bien regalarnos. Y eso a pesar de desarrollar un prejuicio prístino hacia su obra, justificada (si es que esto puede servir de justificación) por el hecho de que en 1998 el autor portugués recibió el Nobel de literatura.
Pero es gratificante sobreponerse a las propias manías, ahuyentar esos miedos que merman nuestra capacidad crítica no ya para con el mundo sino para con nosotros mismos. Que fue lo que hice cuando, en cuestión de una semana, pulí literaria y literalmente gran parte de lo que hasta esa fecha constituía su obra. Hubo algo en ella que me enganchó. Entonces no supe lo que era; quizá porque aún era demasiado joven y porque no buscaba tales respuestas, tan solo leer, de un modo terco, diletante y obsesivo. A día de hoy, puedo decir sin excesivo miedo a equivocarme que el por qué aparece claro como el medio día.
Saramago es, para decirlo y que se me entienda, un trovador de cuentos; un rapsoda ensayista que disfraza la pena y la esperanza en una proporción exacta bajo un discurso equívocamente elitista. Cuando uno se adentra en alguno de sus libros, una sensación de árida espesura le sobrecoge al poco tiempo. Algo así como la desconfianza lógica ante un océano de palabras pausadas, ante un ritmo repetitivo que parece retornar siempre en un bucle sempiterno, ante un vals de profusas notas que sólo llega a saciarse a sí mismo. Parte de la dificultad estriba en el hecho de la linealidad de su discurso, carente de diálogos al uso, de un narrador al que el adjetivo omnisciente se le queda pequeño y de un frecuente gusto por las disertaciones moralísticas. Pero cuando se consigue salvar ese inicial escollo, parece como si los ojos se hicieran a la horma de sus palabras, y la lectura comienza a fluir a una velocidad que no impide la emoción del deleite. Porque Saramago es, sin la menor duda, un estilista; arquitecto de un lenguaje exquisito como sacado de otra época. Caín constituye prueba fehaciente de todo ello.
Yo no he leído Los versos satánicos de Salman Rushdie, tampoco tengo su lectura programada, pero intuyo que entre ambas obras existe una vinculación no ya por argumentos cuyo parecido, ya digo, desconozco sino por la trascendencia política que una y otra han tenido. A Rushdie sus Versos Satánicos le valieron la fetua islámica que prácticamente le condenaba a ser enterrado en vida bajo una protección policial sistemática las veinticuatro horas del día. La cosa parece que no ha llegado tan lejos en el caso de Saramago, aunque no por ello han faltado voces, todas ellas pertenecientes a los sectores más integristas del catolicismo, que se han alzado como bestias enfurecidas denunciando la supuesta herejía. Y todo por un argumento que deconstruye la identidad de un personaje bíblico, Caín, y lo convierte en el privilegiado observador de los desmanes y abusos cometidos por un Dios como sacado de una oficina de la Gestapo. Con el relato de los episodios bíblicos en el fondo de la historia, Saramago describe la injusta violencia que ha cimentado la historia del Judaísmo y, por añadidura, de la base de la cual proviene este Catolicismo que nos arropa culturalmente queramos o no.
Cuando uno lee Caín tiene la sensación de que lo que ha hecho el autor ha sido sobreponerse a su propia identidad católica y llevar a cabo un ejercicio de crítica contemplación desde una perspectiva libre de los prejuicios inculcados desde la infancia. Y el caso es que lo consigue, logrando con ello que el lector recorra el mismo viaje, descubriendo con ingenuidad la arrogante injusticia de un fundamento religioso estrictamente eso, fundamentalista. Cosas que todo aquel que ha recibido una educación cristiano-católica considera sin más, presuponiendo sin crítica, se muestran tal cual nos fueron narradas pero esta vez bajo la impronta de un pluma veraz, dulcemente corrosiva e iluminada. Cuando uno lee Caín no puede evitar la sensación de cuestionarse a sí mismo: pero cómo no me he dado cuenta de esto antes, por qué no he sido capaz de ver de verdad.
Ya digo: Saramago construye el relato partiendo de una ingenuidad que desenmascara. Y sólo por eso merece la pena ser leído. Porque Caín, como toda elegante patada en el culo de la autoridad religiosa, merece una oportunidad, aunque esta provenga de un premio Nobel.
Pero es gratificante sobreponerse a las propias manías, ahuyentar esos miedos que merman nuestra capacidad crítica no ya para con el mundo sino para con nosotros mismos. Que fue lo que hice cuando, en cuestión de una semana, pulí literaria y literalmente gran parte de lo que hasta esa fecha constituía su obra. Hubo algo en ella que me enganchó. Entonces no supe lo que era; quizá porque aún era demasiado joven y porque no buscaba tales respuestas, tan solo leer, de un modo terco, diletante y obsesivo. A día de hoy, puedo decir sin excesivo miedo a equivocarme que el por qué aparece claro como el medio día.
Saramago es, para decirlo y que se me entienda, un trovador de cuentos; un rapsoda ensayista que disfraza la pena y la esperanza en una proporción exacta bajo un discurso equívocamente elitista. Cuando uno se adentra en alguno de sus libros, una sensación de árida espesura le sobrecoge al poco tiempo. Algo así como la desconfianza lógica ante un océano de palabras pausadas, ante un ritmo repetitivo que parece retornar siempre en un bucle sempiterno, ante un vals de profusas notas que sólo llega a saciarse a sí mismo. Parte de la dificultad estriba en el hecho de la linealidad de su discurso, carente de diálogos al uso, de un narrador al que el adjetivo omnisciente se le queda pequeño y de un frecuente gusto por las disertaciones moralísticas. Pero cuando se consigue salvar ese inicial escollo, parece como si los ojos se hicieran a la horma de sus palabras, y la lectura comienza a fluir a una velocidad que no impide la emoción del deleite. Porque Saramago es, sin la menor duda, un estilista; arquitecto de un lenguaje exquisito como sacado de otra época. Caín constituye prueba fehaciente de todo ello.
Yo no he leído Los versos satánicos de Salman Rushdie, tampoco tengo su lectura programada, pero intuyo que entre ambas obras existe una vinculación no ya por argumentos cuyo parecido, ya digo, desconozco sino por la trascendencia política que una y otra han tenido. A Rushdie sus Versos Satánicos le valieron la fetua islámica que prácticamente le condenaba a ser enterrado en vida bajo una protección policial sistemática las veinticuatro horas del día. La cosa parece que no ha llegado tan lejos en el caso de Saramago, aunque no por ello han faltado voces, todas ellas pertenecientes a los sectores más integristas del catolicismo, que se han alzado como bestias enfurecidas denunciando la supuesta herejía. Y todo por un argumento que deconstruye la identidad de un personaje bíblico, Caín, y lo convierte en el privilegiado observador de los desmanes y abusos cometidos por un Dios como sacado de una oficina de la Gestapo. Con el relato de los episodios bíblicos en el fondo de la historia, Saramago describe la injusta violencia que ha cimentado la historia del Judaísmo y, por añadidura, de la base de la cual proviene este Catolicismo que nos arropa culturalmente queramos o no.
Cuando uno lee Caín tiene la sensación de que lo que ha hecho el autor ha sido sobreponerse a su propia identidad católica y llevar a cabo un ejercicio de crítica contemplación desde una perspectiva libre de los prejuicios inculcados desde la infancia. Y el caso es que lo consigue, logrando con ello que el lector recorra el mismo viaje, descubriendo con ingenuidad la arrogante injusticia de un fundamento religioso estrictamente eso, fundamentalista. Cosas que todo aquel que ha recibido una educación cristiano-católica considera sin más, presuponiendo sin crítica, se muestran tal cual nos fueron narradas pero esta vez bajo la impronta de un pluma veraz, dulcemente corrosiva e iluminada. Cuando uno lee Caín no puede evitar la sensación de cuestionarse a sí mismo: pero cómo no me he dado cuenta de esto antes, por qué no he sido capaz de ver de verdad.
Ya digo: Saramago construye el relato partiendo de una ingenuidad que desenmascara. Y sólo por eso merece la pena ser leído. Porque Caín, como toda elegante patada en el culo de la autoridad religiosa, merece una oportunidad, aunque esta provenga de un premio Nobel.
No leo la entrada, porke tengo ahi el libro para leerlo en breve, recien regalado por navidad.
ResponderEliminarPero el titulo de la entrada me ha gustado, por alguna extraña razon
Lgi.