Vuelo a Carver como se vuelve siempre al amor… aunque no hace mucho que hablé de él, aquí mismo, apenas unos cuantos párrafos más abajo. Pero uno no puede evitar volver donde le quieren, donde se siente a gusto y nunca defraudado. Más ahora que todo parece que se haya vuelto a complicar, y al mismo tiempo como si nada hubiera cambiado demasiado. Como si todo siguiera igual y en cambio diferente…
Anagrama sacó en mayo de este año la primera edición de Principiantes: el libro de relatos que Raymond Carver gestó allá en la segunda mitad de la década de 1970 y que finalmente salió publicado en 1981, aunque bajo otro título (De qué hablamos cuando hablamos de amor) y sesgado en prácticamente la mitad del contenido original por obra y gracia de su editor, Gordon Lish. No vamos a hacer aquí ninguna subversión apologética en contra de la labor editorial, no es mi objetivo y directamente me toca bastante los cojones los motivos que llevaron a Lish a lishiar (si me permites el juego de palabras) el original de Carver. Y no lo vamos a hacer entre otras cosas porque esto de la literatura no es más que un negocio y, como tal, está sujeto a las normas que dictamina el mercado y a las que cualquier escritor que aspire medianamente a cierta notoriedad no le queda más remedio que someterse. Desconozco los argumentos del editor, de hecho la versión que saca Anagrama y que está prologada por los responsables del buceo que rescató a Principiantes del olvido se abstiene por completo de emitir juicios de valor, lo que es de agradecer ya que el resultado de sus pesquisas, en las que de nuevo participó la viuda del escritor, Tess Gallagher, de igual modo no es otra cosa que una habilidosa maniobra del todopoderoso mercado editorial para seguir produciendo dividendos de alguien que dejó de escribir prematuramente hace ya algún tiempo.
Pero sobreponiéndonos a esta certeza y atendiendo estrictamente a lo que la palabra escrita dice por sí sola, Principiantes es una jodida obra maestra se mire por donde se mire y se juzgue del modo que uno quiera juzgarla. Una delicia en el más puro estilo Carveriano contada en un tono de inocencia demoledora.
Hace justamente seis años que leí De qué hablamos cuando hablamos de amor, en una edición sacada también por Anagrama, y me es difícil a día de hoy comprobar en qué medida el sesgo afectó al original de Carver, principalmente porque seis años dan para olvidar muchas cosas. Pero eso no es lo importante, sino la oportunidad de volver a leer esas páginas como si fueran cosecha nueva, ya que de algún modo lo son. Y cuando lo haces, cuando paseas por estas páginas, arañando la lectura de los relatos o más estrictamente arañándote ellos los ojos a cada línea, lo que sucede, lo que vuelve a suceder, es esa suerte de revelación que abrasa como el fuego que es la vida misma y de la que Carver da buena cuenta. Se trata de los mismos diecisiete relatos, obviamente ampliados y con ciertas modificaciones en los títulos (empezando por el que da nombre al libro), pero en esencia es eso, más de lo mismo: el mismo Carver, atenazado por la ansiedad y sus tribulaciones, volcado en personajes cuyas vidas son conducidas al límite de lo que ellos pueden soportar y que a pesar de todo tienen tiempo y valor de amar, borrachos a los que la vida sitúa al margen de lo estricto pero cuya cotidianidad se descubre como algo lógico e identificable, seres humanos que tienen miedo de amar y miedo de no amar lo suficiente. Que es ahí donde surge el problema: cuando no se tienen respuestas, o cuando las respuestas vienen tarde y equivocadas, a uno no le queda más remedio que lanzarse de cabeza a la realidad, y eso es lo que hace Carver con las criaturas que concibe: arrojarlas a la vida para que la vida las ahogue y también, por qué no, para que la vida las rescate.
En una asombrosa coincidencia, he tenido ocasión de compaginar la lectura de Principiantes con otra no menos acertada, una antología del poeta estadounidense William Carlos Williams, que a la sazón influiría decisivamente en la obra de Carver. Al él le debemos una de las citas más lapidarias que haya podido salir de la imaginería de un poeta: “no hay ideas sino en las cosas”, leitmotiv a la que Carver se doblegó desde un principio: que la realidad hable por sí sola, que ella sea la verdadera protagonista mientras que los personajes se convierten en su atrezo, secundarios de un actor principal que no tiene nombre pero que todos podemos reconocer, una realidad objetiva que evita a toda costa los juicios moralísticos, razón principal por la que cuando se aborda la lectura de Carver a uno le queda, como un poso amargo, el remanente de una cierta incomprensión, un ¿ya está? ¿eso es todo? Se me ocurre que la vida es eso y nada más: la eterna pregunta que pende en el aire y que nadie es capaz de cerrar su interrogante.
Y así puedo decir que vuelvo a Carver como se vuelve siempre al amor o la vida, que para el caso es lo mismo.
Eso es todo.
Yo ya hace años que leí a Carver, más de seis, y también he leído algo de su poesía, que me parece igual de fascinante. Seguramente lo conocerás, pero si no, lee a Horacio Quiroga.
ResponderEliminarHelenaconh