Alguien, no recuerdo quién, me habló del Bukowski. Un pequeño bareto que está en Madrid, en la angosta calle San Vicente Ferrer que une dos de las principales arterias que delimitan el barrio de Malasaña: Fuencarral y San Bernardo. Soy, no lo voy a negar, un provinciano; por eso cuando me propuse llegar hasta allí me costó dios y ayuda encontrar la dirección correcta. Era un domingo a primera hora de la noche y a pesar de tratarse de Madrid no había mucha gente por la calle. Cuando me decidí definitivamente perdido y estaba a punto de capitular, me di la vuelta y allí estaba el letrero: bar Bukowski club, punto de encuentro cultural. Lo primero que hice fue pedir una cerveza de tercio que me supo a victoria. Lo siguiente fue acomodarme en uno de los taburetes junto al extremo de la barra más próximo a la salida y deleitarme con el atrezo y la parroquia. Tampoco había mucha gente allí dentro. Tan solo unos cuantos solitarios como yo y una cuadrilla de chicas sentadas en la tarima del fondo, junto a un atril sostenido por dos piernas de maniquí y un micrófono en el lateral.
A la tercera cerveza en punto, quien me las había servido, un tipo ancho con perilla y voz grave que no paraba de fumar y estaba ataviado con un pañuelo como de pirata en la cabeza, salió de la barra y se subió a la tarima, encendió el micro y tras el pitido exhausto de un acople dijo algo así como que la jam session de relatos iba a comenzar. Dijo también algunos nombres: aquéllos que saldrían a la palestra a leer sus garabatos y luego se bajo y empezó el baile.
No recuero mucho más de aquella noche. Los tipos se sucedieron frente al atril en un intervalo que me llevó otras tres cervezas exactas. Cuando pedí la cuenta y me disponía a largarme, el tipo con aspecto de pirata salió de nuevo a la tarima, desplegó un fardo de folios y se soltó con un par de relatos breves. Tampoco recuerdo de qué iban, tan solo que me gustaron, sonaron frescos, límpidos y además recitados en el tono adecuado, como jovial, como con un cierto y a la vez falso desinterés. Cuando terminó todos aplaudieron, yo también, recogí mis cosas de la barra y me largué del Bukowski.
Unas semanas más tarde, tirado frente al televisor una noche de verano, me lo volví a encontrar. Estaba de contertulio en ese programa de casposos exégetas literarios que presenta Sánchez Dragó. Me llamó la atención su presencia, así que le presté toda la que tenía. De entre todo ellos, Carlos Salem, que es así como se llamaba el pirata, parecía el más cabal de todos ellos. Había sido invitado al programa para promocionar una novela que recientemente había publicado cuya temática podría etiquetarse de negra. Sentí curiosidad y a la mañana siguiente fui a la librería de mi amigo Pepe y me lo compré junto con otra novela que había editado un año antes. Camino de ida y Matar y guardar la ropa son sus nombres. Los devoré. Me encantaron.
Así que no me lo pensé dos veces cuando no hace mucho me enteré de que había publicado su tercera obra, Pero sigo siendo el rey, y volví donde Pepe y me hice con ella. Aquí, Salem regresa por los derroteros de la novela negra, un formato que domina y al que su narrativa larga parece abocada. Pero por suerte no se detiene en las meras formas del género: como los buenos escritores, se pertrecha de un diagnóstico para subvertirlo después; disfraza lo que tiene que decir de unas hopalandas que hacen cómoda y fluida su lectura. Pero también hay algo de mágico en ella. Algo mágico en el sentido más literario del término y que sospecho el autor ha heredado de su prístina formación (Salem es de origen argentino, y no es difícil percibir ciertos visos de realismo mágico no sólo aquí sino también en las otras dos novelas que la preceden): personajes como sacados de la chistera de un mago, situaciones de una absurdez delirante, escenarios espacio-temporales violentados, triangulaciones inesperadas entre primeras y terceras voces narrativas. Y todo ello sin perder un ritmo directo y conciso, estructurado en pequeños capítulos cuyo final siempre es una cremallera que te hilvana inevitablemente al siguiente. Salem engancha porque escribe con la ingenuidad de quien conoce la vida a fondo y no por ello deja de sorprenderse a cada instante, invitando al lector a ello, lo que le convierte en último término en un escritor generoso, porque él no desentraña las cosas, las deja allí para que uno las recoja, para que haga la lectura que más le convenga y esté preparado mientras el texto continúa salpicándose de metáforas de una intensidad reveladora.
Pero sigo siendo el rey es una novela de personajes cuyo cometido en la vida no parece ser otro en realidad que el de purgar sus castigos. El detective marloweiano Arregui, unido por la fatal casualidad al destino de otro hombre, un tal Juan Carlos, se lanza a una carrera sin tiempo ni espacio, o con el tiempo y el espacio dados literalmente la vuelta, en busca de las razones que pertrechan los miedos del pasado para enfrentarlos y quién sabe si lograr al fin derrotarlos. Necesito saber quién era para decidir quién quiero ser…, reza una de las líneas. Eso es precisamente lo que hacen sus personajes: buscar en el pasado —como si éste fuera un lugar al cual poder regresar— aquel niño que se pudo haber sido y ya no se recuerda; buscar en el pasado las raíces que arrostran la identidad que somos; buscar en el pasado para saber dónde está y de esa manera lograr huir definitivamente de él. Y es que sólo se puede cruzar el Rubicón una vez, y cuando lo haces ya no hay vuelta atrás posible. Ese río, para cada persona, tiene un nombre diferente. Pero para todas ellas marca un límite, un baldío peligroso, una frontera más allá de la cual lo que hay es una necesidad que se desconoce. Pero necesaria.
Éste es el viaje que te propone Pero sigo siendo el rey. En él te encontrarás con viejos personajes de sus dos novelas anteriores cuyos cameos hacen que su lectura motive aún más y que le otorga un cierto halo de final de trilogía. Súbete: estás invitado. Aunque te advierto que los mejores viajes son siempre aquéllos en los que cada paso que das es, en sí mismo, una propuesta de destino diferente.
A la tercera cerveza en punto, quien me las había servido, un tipo ancho con perilla y voz grave que no paraba de fumar y estaba ataviado con un pañuelo como de pirata en la cabeza, salió de la barra y se subió a la tarima, encendió el micro y tras el pitido exhausto de un acople dijo algo así como que la jam session de relatos iba a comenzar. Dijo también algunos nombres: aquéllos que saldrían a la palestra a leer sus garabatos y luego se bajo y empezó el baile.
No recuero mucho más de aquella noche. Los tipos se sucedieron frente al atril en un intervalo que me llevó otras tres cervezas exactas. Cuando pedí la cuenta y me disponía a largarme, el tipo con aspecto de pirata salió de nuevo a la tarima, desplegó un fardo de folios y se soltó con un par de relatos breves. Tampoco recuerdo de qué iban, tan solo que me gustaron, sonaron frescos, límpidos y además recitados en el tono adecuado, como jovial, como con un cierto y a la vez falso desinterés. Cuando terminó todos aplaudieron, yo también, recogí mis cosas de la barra y me largué del Bukowski.
Unas semanas más tarde, tirado frente al televisor una noche de verano, me lo volví a encontrar. Estaba de contertulio en ese programa de casposos exégetas literarios que presenta Sánchez Dragó. Me llamó la atención su presencia, así que le presté toda la que tenía. De entre todo ellos, Carlos Salem, que es así como se llamaba el pirata, parecía el más cabal de todos ellos. Había sido invitado al programa para promocionar una novela que recientemente había publicado cuya temática podría etiquetarse de negra. Sentí curiosidad y a la mañana siguiente fui a la librería de mi amigo Pepe y me lo compré junto con otra novela que había editado un año antes. Camino de ida y Matar y guardar la ropa son sus nombres. Los devoré. Me encantaron.
Así que no me lo pensé dos veces cuando no hace mucho me enteré de que había publicado su tercera obra, Pero sigo siendo el rey, y volví donde Pepe y me hice con ella. Aquí, Salem regresa por los derroteros de la novela negra, un formato que domina y al que su narrativa larga parece abocada. Pero por suerte no se detiene en las meras formas del género: como los buenos escritores, se pertrecha de un diagnóstico para subvertirlo después; disfraza lo que tiene que decir de unas hopalandas que hacen cómoda y fluida su lectura. Pero también hay algo de mágico en ella. Algo mágico en el sentido más literario del término y que sospecho el autor ha heredado de su prístina formación (Salem es de origen argentino, y no es difícil percibir ciertos visos de realismo mágico no sólo aquí sino también en las otras dos novelas que la preceden): personajes como sacados de la chistera de un mago, situaciones de una absurdez delirante, escenarios espacio-temporales violentados, triangulaciones inesperadas entre primeras y terceras voces narrativas. Y todo ello sin perder un ritmo directo y conciso, estructurado en pequeños capítulos cuyo final siempre es una cremallera que te hilvana inevitablemente al siguiente. Salem engancha porque escribe con la ingenuidad de quien conoce la vida a fondo y no por ello deja de sorprenderse a cada instante, invitando al lector a ello, lo que le convierte en último término en un escritor generoso, porque él no desentraña las cosas, las deja allí para que uno las recoja, para que haga la lectura que más le convenga y esté preparado mientras el texto continúa salpicándose de metáforas de una intensidad reveladora.
Pero sigo siendo el rey es una novela de personajes cuyo cometido en la vida no parece ser otro en realidad que el de purgar sus castigos. El detective marloweiano Arregui, unido por la fatal casualidad al destino de otro hombre, un tal Juan Carlos, se lanza a una carrera sin tiempo ni espacio, o con el tiempo y el espacio dados literalmente la vuelta, en busca de las razones que pertrechan los miedos del pasado para enfrentarlos y quién sabe si lograr al fin derrotarlos. Necesito saber quién era para decidir quién quiero ser…, reza una de las líneas. Eso es precisamente lo que hacen sus personajes: buscar en el pasado —como si éste fuera un lugar al cual poder regresar— aquel niño que se pudo haber sido y ya no se recuerda; buscar en el pasado las raíces que arrostran la identidad que somos; buscar en el pasado para saber dónde está y de esa manera lograr huir definitivamente de él. Y es que sólo se puede cruzar el Rubicón una vez, y cuando lo haces ya no hay vuelta atrás posible. Ese río, para cada persona, tiene un nombre diferente. Pero para todas ellas marca un límite, un baldío peligroso, una frontera más allá de la cual lo que hay es una necesidad que se desconoce. Pero necesaria.
Éste es el viaje que te propone Pero sigo siendo el rey. En él te encontrarás con viejos personajes de sus dos novelas anteriores cuyos cameos hacen que su lectura motive aún más y que le otorga un cierto halo de final de trilogía. Súbete: estás invitado. Aunque te advierto que los mejores viajes son siempre aquéllos en los que cada paso que das es, en sí mismo, una propuesta de destino diferente.
Buena entrada, Samsa.
ResponderEliminarTe recomiendo muy mucho "Si Dios me pide un Bloody Mary", su libro de poemas de la editorial Ya lo dijo Casimiro Parker.