sábado, 12 de junio de 2010

LOS MEJORES POEMAS SON SIEMPRE LOS QUE NO NECESITAN SER EXPLICADOS (Palabra sobre palabra, Ángel González, Seix Barral, Barcelona, 2008)


Era enero y recuerdo que habíamos pasado la noche haciendo el amor y leyendo poemas de Ángel González. A la mañana siguiente, extrañamente temprano para ser un sábado, salí de la cama, me vestí sin hacer demasiado ruido y me largué a casa donde me esperaba un buen fajo de exámenes cuya urgente corrección me reclamaba desde hacía varios días. Horas más tarde, mientras comía, sonó el teléfono en el salón. Era ella:

—Se ha muerto—dijo.

—¿Quién?— pregunté.

—Él. Se ha muerto Ángel González. Anoche. Enciende el televisor; lo están contando ahora en el telediario.

Eso hice y era cierto. Había muerto la noche anterior a causa de una insuficiencia respiratoria, probablemente en el preciso instante en que sus poemas fueron declamados casi en un susurro por alguno de nosotros, o mientras nos aovillábamos bajo la manta buscando la manera más exacta de complacer nuestros cuerpos. Una casualidad, después de todo. Pero que me ha acompañado desde entonces como una obsesión, en parte porque aquellos días de invierno quedan ya muy lejos y en parte porque la poesía de Ángel González, como un viejo hogar al que se regresa, siempre ha estado allí, visita ineludible, maestro y cicerone preferido entre maestros y cicerones.

El invierno pasado, justamente el mismo día en que se cumplía el segundo aniversario de su muerte, me quise regalar su obra completa. La encontré en Seix Barral y Palabra sobre palabra es su título. Aquí la tengo, junto a mi regazo, llena de anotaciones y pequeños pósit, desmenuzada tras una larga, reflexiva y placentera lectura que me ha tenido ocupado prácticamente un mes, tras haber paladeado cada poema, cada verso y cada palabra a pequeños sorbos, como un sumiller que disfrutase descubriendo el cromatismo de sensaciones tras la cata de un buen vino macerado en viejas barricas, no permitiéndome la lectura prolongada de más de diez o quince poemas seguidos, regresando atrás, avanzando sin ningún tipo de prisa, con la laxa pero irrefrenable armonía de una ola sobre el océano, como siempre uno debe de leer poesía.

Si algo he aprendido de Ángel González es que los mejores poemas son siempre los que no necesitan ser explicados, los que entran por los ojos como un vaso de agua fresca en verano y te atraviesan el corazón con un relámpago de vida que te eriza los pelos y te sitúa al borde del llanto y la emoción, sin renunciar por ello a un lenguaje accesible no exento de la precisión de las más bellas figuras literarias. Al señor González le debemos el empeño todavía inconcluso de humanizar el lenguaje poético, de hacerlo transitable; algo a lo que sin duda se abocó desde el preciso instante en que clavó por vez primera la pluma sobre la página. Uno no tiene más que leer Palabra sobre palabra para confirmarlo. Toda su obra es un canto en defensa de la palabra clara, provocadora, fiel, exacta...; algo que aprendemos quienes tratamos de enfrentamos a la vida de tú a tú, sin ambages, lanzando mordiscos directos al cuello donde la sangre inquieta espera a salpicar la vida.

Desde luego que la cosa ya apuntaba buenas maneras cuando hacia mitad del siglo pasado vieron la luz Áspero mundo y Sin esperanza con convencimiento, sus primeros poemarios y donde yo creo que radica su esencia más estricta y cautivadora, donde versos como la enloquecida / fuerza del desaliento, o en medio / de la cruel retirada de las cosas, o mi corazón es / crisol donde se funden / contrariedades con contradicciones te abofetean la cara para besártela tiernamente después. En ellos, el poeta aborda algunas de sus mayores y contagiosas obsesiones: la espera, el paso del tiempo, la esperanza puesta en un esquivo porvenir que no llega. Las décadas de los años sesenta y setenta le sirvieron en cambio para dar rienda a sus pocas veces reconocido vitalismo: poemas de contenido social investidos de ironía que ocultan un discurso a veces flirteando con el Marxismo más propio de su generación (Grado elemental y Procedimientos narrativos), bellos poemas cargados de intensidad casi saliniana donde el amor es presentado como la fe de los que son incapaces de creer en otra cosa (Palabra sobre palabra), o metáforas imprevistas a través de las cuales la fragilidad que sostiene todo enarbola una belleza contradictoria (Breves anotaciones para una biografía). A partir de Prosema o menos, ya en los ochenta y durante los noventa, los poemas llegan como en cuentagotas, en ellos parece como si ese vitalismo se esfumara lentamente para dejar paso a contenidos más reflexivos propios de la madurez, más preocupados por la forma pero sin desdeñar un contenido donde lo perecedero de la memoria sigue latiendo si cabe con mayor intensidad: solamente un olvido le atormenta: / después, antes… ¿de qué?, esas pequeñas certezas que hacen que la vida en cambio / corte como un cuchillo.

La obra poética de Ángel González se completa con un libro que no se incluye en esta edición: Nada grave. Un poemario que encontró su viuda entre sus archivos poco después de su muerte y que publicó Visor en una edición exquisita en el año 2008. Allí uno puede encontrar a un hombre asediado por el aliento cercano de la muerte, vencido pero lúcido, abocado pero con convencimiento… Este poemario llego a mí de manos de aquella mujer con la que hice el amor y leí sus poemas la noche en que Ángel González cerró los ojos a este áspero y acariciado mundo, y a la que no tengo por menos que dedicar esta reseña (porque te sigo queriendo, pequeñaja) y el poema que a continuación sigue:


HOY

Hoy todo me conduce a su contrario:
el olor de la rosa me entierra en sus raíces,
el despertar me arroja a un sueño diferente,
existo, luego muero.

Todo sucede ahora en un orden estricto:
los alacranes comen de mis manos,
las palomas me muerden las entrañas,
los vientos más helados me encienden las mejillas.

Hoy es así mi vida.
Me alimento del hambre.
Odio a quien amo.

Cuando me muerdo, un sol recién nacido
me mancha de amarillo los párpados por dentro.

Bajo su luz, cogidos de la mano,
tú y yo retrocedemos desandando los días
hasta que al fin logramos perdernos en la nada.