sábado, 27 de febrero de 2010

EL ANIMAL HERIDO (Afuera canta un mirlo, Roger Wolfe, editorial Huacanamo, Barcelona, 2009)


Corría la primavera de 2001. Era un día soleado –hasta caluroso– de finales del mes de abril…

Por esas fechas, coincidiendo con el aniversario de mi nacimiento, siempre he tenido por costumbre bajar a la ciudad y regalarme, en alguno de los puestos de la tradicional feria del libro que desde hace décadas ocupa una de las calles céntricas de mi ciudad natal, alguno de los ejemplares que en mi paseo habitual me llamaran la atención. Aquel año me decidí por una pequeña antología que había editado Cátedra apenas un año antes: Poesía española reciente (1980-2000). Un buen libro, después de todo. Me sirvió para poner cierto orden en lo que hasta ese momento era una formación literaria diletante y arbitraria. Descubrí a los nuevos bardos de la poesía en mi lengua vernácula. Descubrí a Abelardo Linares, Blanca Andreu, Juan Manuel Bonet, Luis García Montero, Vicente Gallego, Felipe Benítez Reyes, etc… Un buen libro, ya lo dije. La selección de los poemas iba precedida por una pequeña biografía donde el editor explicaba la naturaleza poética de cada uno de los autores: influencias, temáticas, tipo de estrofa y de verso, tradición, escuela…; una reducida exégesis que a modo de pródromo invitaba a una lectura racional del poeta en cuestión.

De todos ellos, sin embargo, hubo uno que me llamó especialmente la atención. En principio por el nombre, Roger (Wolfe, su apellido); antítesis del castizo nombre castellano con el que normalmente son bautizados los hijos de mi país. Primero pensé en una errata, luego me aventuré en la lectura y comprendí que el tal Wolfe era un inglés de nacimiento que escribía en castellano desde que a los pocos años de nacer arribó a España para quedarse en ella de una manera prolongada.

Mi primera sensación fue parecida al recelo, o a una rabia contenida. Sus poemas me gustaban. Sus poemas me gustaban mucho. Eran frescos, directos, fáciles de leer, diáfanos. Decía lo que decía de un modo traslúcido, minimalista, falsamente espontáneo. Yo por entonces practicaba la lectura de un tipo de poesía diferente, más umbrosa, muy estimulada por el clasicismo decimonónico francés. Pero lo peor que llevaba era que el tipo fuera inglés. Un prejuicio seudopatriótico que me impelía hacia una cierta terquedad. Pero después de todo soy un tipo fácil, al menos en un sentido artístico, y cuando algo me gusta, me gusta hasta las entrañas y me dejo llevar como una adolescente enamorada. Que fue lo que pasó entonces.

Sin yo a penas darme cuenta, Wolfe se convirtió en uno de los autores a los que más recurría. Pronto descubrí que no sólo se trataba de un poeta. Era, en realidad, lo que él llamaba, un escritor total. Practicaba la novela, el relato, el artículo periodístico, el ensayo-ficción (género inventado por él), el diario. En dos años devoré su obra (tarde tanto por lo difícil que era localizar sus libros en bibliotecas y librerías). Y no sólo eso. También Wolfe se convirtió en mi particular Virgilio a la hora de adentrarme en un tipo de literatura que hasta ese momento desconocía: Carver, Saroyan, Bukowski, Chandler, Maugham, Cioran…, así como autores españoles totalmente desconocidos para mí, como David González, Iribarren o Andreu Martín por nombrar alguno de ellos.

Han pasado nueve años desde entonces. Desde que aquel día leí por primera vez un poema de Wolfe, concretamente Música de recámara, de su poemario Hablando de pintura con un ciego. Nueve años en los que su sombra se ha erguido siempre, dando cobijo a las no pocas horas que he pasado imbuido en su lectura o en la lectura de alguno de los autores que a bien tuvo presentarme. Nueve años en los que los lectores habituales del autor no hemos podido disfrutar de material fresco. Hasta ahora, cuando en enero del presente año salió a la venta su nuevo poemario, Afuera canta un mirlo.

El arte es el reflejo más exacto de la vida y del tiempo que le ha tocado vivir a un hombre. Ahora, en Afuera, Wolfe es un hombre maduro, taciturno como ha sido siempre aunque más contemplativo, si cabe. Un hombre que pasa las horas preguntándose/por el sentido de las cosas, deleitándose a pesar de todo con la belleza marchita de un mundo que se acaba, empleando para ello las estrategias del arte, del ejercicio estrictamente solitario de la escritura y su proceso, y en la que tan sólo un huevo –por ejemplo–/chisporroteando/en una sartén llena de aceite constituye un motivo que sublima la esencia de la más absurda e incomprensible existencia, la nuestra.

Hay en Afuera algo que no se encuentra en el resto de su obra. Y es precisamente esa madurez. Mientras que en Días perdidos en los transportes públicos o en Hablando de pintura con un ciego, uno podía encontrar versos como lanzados por una cerbatana al corazón del hombre. Lo que ahora se descubren son versos taimados, que invitan a una lectura sumamente lenta y reflexiva, donde el resentimiento ha dejado paso a una abnegación que ilumina pero que por eso mismo hiere con la misma fiereza de un animal herido. El hombre que escribe estos versos hace tiempo que perdió la última batalla en una guerra que a todos nos atañe, la de la vida. Por ello, cualquier motivo, por insignificante que éste sea o precisamente cuanto más insignificante sea, sirve metódicamente para expresar la duda, el desconcierto, la sinrazón.

Siempre he creído firmemente que la poesía es un mal necesario. Mal, porque nos desnuda en un mundo poblado de lobos. Necesario, porque nos redime como humanos. Wolfe lo sabe y lo practica, haciendo gala de un lirismo que destroza los arquetipos de la poesía.

Y para muestra, un poema:

TREGUA

Las tres
de la mañana.
El mundo
está en suspenso.
El día y sus asuntos
son un periódico de ayer.
No existen los teléfonos
ni el cáncer
ni el recibo de la luz.
Sólo un poso de café
en el fondo de una taza.
La ceniza de un cigarro
en el platillo.
Y este jirón
de humo adormilado
que flota un momento
y se disipa
en el aire de la habitación.

sábado, 13 de febrero de 2010

TODOS QUEREMOS SER MARLOWE (Todo Marlowe, Raymond Chandler, RBA Libros, Barcelona, 2009)


A menudo, se tiene a la novela negra como uno más de los géneros menores de la literatura. Si bien, esto está cambiando en los últimos tiempos, pues cada vez es mayor el número de publicaciones y autores que no vacilan en adentrarse en un género al que el mercado editorial da la mano como en muy contados casos. La librerías amontonan en sus estanterías colecciones enteras dedicadas al género; a bombo y platillo son anunciados estrenos que el público-lector devorará sin la menor cautela; certámenes de jugosas recompensas y dudoso criterio y credibilidad nacen auspiciados por el fervor de la moda negra; autores de variada raigambre deciden adoptar sus formas, su estilo, su naturaleza…; sobreviniendo un resultado intrigante, aunque no en el sentido que ellos quisieran.

Esto, que a priori parece una bendición, es, en realidad, un arma de doble filo. Pues, huelga decir, lo necesario que es distinguir literatura de la mercantilización de la palabra escrita; que es, como lector aventajado que soy, lo que mucho temo que está sucediendo hoy en día.

Menos mal que de vez en cuando -todo hay que decirlo- a los gerifaltes editoriales les da por renunciar a su ilustrada ceguera y lanzar al mercado joyas como la reedición completa de la producción novelística del más grande escritor de novela negra de todos los tiempos y posiblemente uno de los más grandes escritores de NOVELA (con mayúsculas) de la literatura universal: Raymond Chandler.

Aquí la tengo, sostenida en mi regazo, la obra completa. Más de 1.300 páginas de gloria encuadernada con la que mi muy amada madre me sorprendió hace unas semanas al llegar a su casa. Nada celebrábamos, sólo: “lo vi y pensé que te gustaría tenerlo”. Creo que nunca antes había besado tanto a mi madre. Qué Dios la bendiga. Por el presente y por haberme permitido rememorar sensaciones de hace ya algún tiempo y que creía enterradas para siempre en el pasado. Releer a Chandler ha sido como regresar sobre mí y sobre una vida en la que fui feliz después de todo. Valladolid, las frías tardes del invierno con la cencellada acechando tras los cristales, el soniquete del calefactor en un salón silencioso y Chandler, siempre Chandler. En fin, creo que me estoy poniendo melindroso…

No voy a hacerle justicia a Raymond; porque sencillamente me sería imposible. Cuando alguien consigue tocarte la fibra, erizarte hasta el último pelo de tu cuerpo por el simple arte de contar bien las cosas, resulta extremadamente difícil guardar la compostura y escribir con objetividad. Pero como tampoco lo pretendo, no veo tal problema.

Chandler es la fuente prístina de la que bebe todo escritor que decide probar suerte en el género. En consecuencia, es fácil hacerse a la idea del ingente alcance que su obra ha tenido. Algo así como el coma en los cometas, que diluye en el espacio una infinidad de partículas de una belleza marchita mientras el astro continúa su particular peregrinaje por la galaxia, indiferente al inexorable paso del tiempo.

Chandler empezó tarde a escribir, en torno a los 40. Si a esto le añadimos que era sumamente detallista y cuidadoso de cada palabra que empleaba, es fácil entender que su ritmo de producción fuese extremadamente lento. El resultado, tras cerca de treinta años de profesión, fueron siete novelas y un puñado de relatos cortos que, aunque exiguos, sirvieron sobradamente para sentar cátedra en la historia de las letras universales. Y eso, a pesar del ignominioso silencio con el que ha sido tratado por la cúpula del Parnaso. Quién si no fue capaz de dominar (y enseñar) el simple arte de la palabra escrita, el talento de contar las cosas empleando para ello una belleza ocurrente y enemiga del manierismo habitual. Quién, si no él, inmortalizó la esencia de un mundo que ya no existe, y la naturaleza de una condición humana que, ésta sí, perdura más allá del tiempo, de la vida y del mundo que le tocó vivir. Su escritura es una introspección en la psicología de la mente humana, analizando comportamientos, buceando en los precarios instintos que nos conforman y ofreciéndonos a pesar de todo la esperanza de redimirnos en la honestidad como humanos. Y todo urdido en una trama que engancha, pulcramente escrita, de una madurez exquisita. Y todo a base de arquetipos como sacados del Decamerón de Boccaccio; donde brilla con una luz blanquecina la figura del abnegado Philip Marlowe (¡maldita sea, todos queremos ser Marlowe!), alter ego del escritor y protagonista de todas sus libros y de la mayoría de sus relatos. En él, en Marlowe, encontró Chandler su particular singladura, la de un personaje al margen y en el mundo, dotado de una inteligencia solo proporcional a una sensibilidad como cauterizada por un pasado que se sospecha pero que por innecesario nunca se explica. Y todo empleando un estilo sobrio, de diálogos ingeniosos; privilegiando las construcciones yuxtapuestas y coordinadas que consiguen acelerar un ritmo implacable; haciendo gala de un dominio sin igual del símil, la ironía y el sarcasmo. Y todo…

Raymond Chandler murió en 1956, después de haber dejado para la posteridad obras como El sueño eterno, Adiós muñeca, La ventana alta, La dama del lago, La hermana pequeña, El largo adiós y Playback. Todas ellas ahora reunidas junto a dos relatos cortos (El confidente y El Lápiz) por la editorial RBA bajo el título Todo Marlowe. Y por ello les doy las gracias. A ellos y a mi madre, que sabe bien como quererme regalándome sin motivo trocitos de gloria como este.

Pero la gloria pesa. Más de kilo y medio de páginas que hace incómoda su lectura. Por eso, y si he conseguido trasmitirte lo que buscaba y la inquietud te acecha, también tienes los libros en Alianza Editorial, cada uno por separado y alguno más de ensayo y relatos que no recoge esta compilación, en edición de bolsillo y fácilmente manejables.

Disfrútalos. No te defraudarán, te lo aseguro. Y quizá tú logres hacerles la justicia que a mí me fue imposible.