domingo, 12 de junio de 2011

JUSTIFICARNOS Y PEDIR PERDÓN (Memorias, Albert Speer, El Acantilado, Barcelona, 2001)


Lo que sigue lo escribió Albert Speer, ministro de armamento y arquitecto personal de Hitler, en el otoño de 1943, cuando ya la guerra estaba perdida para Alemania y todo era cuestión de tiempo:

“Los antiguos colaboradores de Hitler coincidían con sus asistentes en que este había sufrido un cambio durante el último año. Eso no podía sorprender a nadie, pues durante aquel año vivió la catástrofe de Stalingrado, vio impotente cómo más de 250.000 soldados capitulaban en Túnez y presenció la destrucción de ciudades alemanas sin poder ofrecer apenas resistencia; al mismo tiempo tuvo que renunciar a una de sus mayores esperanzas bélicas y aceptar la decisión de la marina de retirar los submarinos del Atlántico. No hay duda de que Hitler se daba cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos, ni de que reaccionó ante ellos como un ser humano: sintiéndose desengañado y abatido; su optimismo era cada vez más forzado. Puede que hoy en día Hitler se haya convertido en un objeto de frío estudio para el historiador; pero para mí sigue siendo una persona, sigue estando físicamente presente.”

Albert Speer fue responsable, entre otras cosas, de cuadruplicar la industria de armamentos y municiones alemanas en la recta final de la contienda. Albert Speer era un genio de las cábalas, un tecnócrata consumado. En 1945, cuando todo acabó, fue recluido junto a otros jerarcas nazis en Núremberg y procesado por crímenes contra la humanidad. Su pecado fue el desplazamiento de miles de prisioneros hacia las fábricas de armamento alemanas que trabajaron a destajo en las postrimerías de la guerra. Se salvó de la horca sencillamente porque no ocultó nada, y porque tuvo la enorme suerte de ser detenido junto a otros jerarcas con un mayor grado de implicación en el genocidio. Los vencedores necesitaban dar su particular lección al mundo y en consecuencia ejecutaron a los responsables más directos. Albert Speer se salvó precisamente por eso, porque su nombre aparecía en segunda fila como bien simbolizó el proceso de Núremberg. En cambio, pasó casi dos décadas encerrado en la prisión berlinesa de Spandau, junto a otros afortunados como el ministro de economía Walter Funk o el repudiado Rudolf Hess. Durante su estancia tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre lo que había sido su vida, su vinculación personal con el nacionalsocialismo y con el propio Hitler. El resultado se puede contemplar en estas Memorias, que por momentos más parecen el relato autopsicoanalista de un hombre prisionero de su propia conciencia y del cargo que de ella ha hecho.

Escritas en tono sobrio, estas Memorias trazan la singladura de un régimen desde sus inicios triunfales hasta el hundimiento y la humillación final. La lenta descomposición de su engranaje corrupto y el carisma de los hombres que lo hicieron posible, encuentran aquí una visión que aun no siendo objetiva nada tiene que envidiar a numerosos tratados de Historia. Quizá porque Albert Speer participó de ella, sea motivo suficiente para tener en cuenta lo que de ella entendió. Sus ojos fueron testigos directos, vieron cómo las rémoras del poder intransferible de Hitler se zancadilleaban entre sí incluso cuando todo se había teñido ya de sombra, incluso cuando éste se había volado la tapa de los sesos con su Luger. Speer fue una de esas rémoras. Ambiciosa en su naturaleza de paladín artístico del Führer, pero también en su participación política cuando fue nombrado ministro de armamento en 1942. La precisión de los datos que ofrece en buena medida es debida a la documentación que consiguió salvar y a la imaginería literaria de un buen escritor. Por eso resultan tan atractivas de leer, porque no arañan las certezas que de la Historia se tienen pero tampoco contribuyen a los malentendidos que le son tan habituales. Albert Speer simplemente escribió (algo que hacemos muchos) e intentó dejar constancia de lo que significó su vida en el pandemónium nazi. No eludió ninguna responsabilidad ni se autocensuró en sus observaciones. Fue consecuente y asumió la culpa y el honor maltrecho. Pagó la factura que la Historia le encomendó, y punto. 

Muchos decidieron morir a llevar esa carga, pero Albert Speer prefirió dejar en manos del destino lo que le sucediera en la vida. Su figura, aun hoy, sigue suscitando polémica. De hecho su liberación en 1966 fue todo un acontecimiento mundial. No en vano, cuántos hombres han caído en la difamación y el oprobio de la Historia, y sus nombres se han contemplado como ratas enjauladas portadoras de la peste. 

A mi modo de ver, el asunto no es en modo alguno tan sencillo. Si aquellos fueron capaces de obrar como obraron, de hacerse un hueco entre las personas aún a costa de las atrocidades que pudieran cometer, su culpa nos hace tan responsables como a ellos; por habérselo permitido, por haber engrandecido sus nombres, sea por sus logros o por sus equivocaciones, hasta el punto de contemplarlos más allá del tiempo en que vivieron. Albert Speer hizo lo que todos los hombres hacemos a lo largo de nuestra vida: justificarnos y pedir perdón.