domingo, 30 de enero de 2011

LA FIEL MUSA SUMISA (Señora de rojo sobre fondo gris, Miguel Delibes, Ediciones Destino, Barcelona, 1991)


Recuerdo que cuando vivía en Valladolid tenía por costumbre, sobre todo los días fríos del invierno, caminar el tramo que separa el barrio de la Pilarica, donde entonces vivía, y la entrada del Campo Grande, junto a la vieja estación de ferrocarriles. No recuerdo el nombre de la calle. No tenía nada de especial, igual de insulsa e impersonal que el resto de calles de esa ciudad; pero el caso es que me gustaba aquel paseo. Recorrerlo bajo la terrible cencellada invernal que acuchillaba los huesos con la terquedad de un homicida, era, hasta cierto punto, catártico. Solía servirme para aclarar las ideas y despejar alguna de las muchas incógnitas que entonces cargaba a cuestas. Algunas veces, las menos, solía adentrarme en el Campo Grande y perderme entre sus laberínticas calles. Me gustaba ver a los pavos reales lucir la macedonia de colores de sus colas frente a las apáticas hembras y, sobre todo, disfrutaba dando de comer migajas de pan a las ardillas que bajaban de los castaños de indias y se subían en mi hombro.

Una mañana de esas, mientras las ardillas correteaban por mi brazo y los niños se quedaban perplejos delante de mí, un anciano se detuvo a mi lado. Enseguida acudieron también los padres de aquellos chicos.

—Mirad, es Miguel Delibes —decían a sus hijos. Pero a ellos les daba igual quien fuera aquel anciano. Era mucho más interesante observar lo insólito de aquellas confiadas criaturas subidas a mis hombros.

El viejo agradeció la falta de interés y, tras despachar con un apretón de manos a los curiosos padres, continuó el paseo apoyado en su bastón.

Por entonces yo no conocía nada de su obra (sigo sin hacerlo), si exceptuamos las típicas lecturas que me hicieron leer en el colegio. El camino y Cinco horas con Mario, creo recordar. No era un autor que me interesase, principalmente porque consideraba que no tenía gran cosa que decirme; que lo que escribía, sobre todo el modo en que lo hacía, no coincidía con mi particular visión del universo literario. Por suerte, los buenos lectores (y yo me tengo entre ellos) son aquellos que luchan contra los prejuicios que, sin saber muy bien cómo, se instalan en sus cabeza y les limitan la posibilidad de adentrarse, precisamente, en el vasto y sorprendente universo de la literatura.

De modo que, cuando me recomendaron la lectura de Señora de rojo sobre fondo gris, me resistí al inicial rechazo y le hinqué el diente. Cuando cerré el libro, después de terminar la última página, lloré como nunca antes lo había hecho con un libro.

A modo de falsa epístola, el escritor, camuflado en la piel de un pintor de prestigio, relata a su hija, presa política en los estertores del Franquismo, los últimos años de la vida de quien fue su madre.

Haciendo gala de una ternura insólita, Delibes fantasea con el episodio que marcó un límite en su vida y, por extensión, en su carrera literaria. Después de la muerte de su esposa, el escritor arrastró durante años la yerta condena de quien no encuentra sentido a las palabras que escribe, como si el numen se hubiera desecho en una efervescencia imprevista, quizá porque sabía que la actividad creadora es imposible si alguien no te empuja por detrás, no te lleva de la mano. Señora de rojo fue escrita con la perspectiva y la calma que otorgan los años, cerca de dos décadas después del fallecimiento de Ángeles, cuando la herida, visible siempre, ya había cicatrizado. Esa templanza se refleja en un estilo amable y cómodo, con especial predilección por las construcciones sencillas, la coordinación sintáctica y la concisa pulcritud del aforismo. En ese sentido, Delibes es una isla en mitad de un océano (el de la narrativa española) demasiado dado al despliegue manierista, barroco e infumable; donde lo prestigioso es el alarde gratuito y la devoción por el ambage una veleidad casi sectaria.

Pero, además, Señora de rojo sobre fondo gris es un relato de lo cotidiano. Y en ese sentido encierra algunos logros más allá de la emoción del relato en sí.

Tal vez sin pretenderlo, Delibes sumerge al lector en lo que fue —y ha dejado de ser— esa unidad básica de organización social a la que llamamos familia. Cambios que precisamente comenzaron a forjarse tras la muerte del régimen y que ahora, me atrevería a decir, siguen en proceso de adaptación. Señora de rojo es, también, la descripción de un ideario obsoleto de mujer: la fiel musa sumisa que permitía al hombre —artista y no— llegar a ser lo que era. Un ideario de mujer que comenzó a cambiar con la Transición y del que probablemente reniegue la mujer de hoy.

Tal vez sin pretenderlo o, quizá, sí. El caso es que Miguel Delibes no necesitó morirse para que el público reconociera en él a uno de los más grandes narradores castellanos en el sentido toponímico del término. Algunos, como yo, todavía no estamos en condiciones de opinar más allá del atrevimiento de estas palabras.

Sigamos, pues, combatiéndonos los prejuicios.

sábado, 22 de enero de 2011

DOS MITADES DE UNA MISMA COSA (Cara o cruz, Itziar Mínguez Arnáiz, editorial Huacanamo, Barcelona, 2009)


Ella metía los libros en la cajas de embalaje mientras yo limpiaba de polvo las estanterías de aquella casa que dejaba de ser nuestra. Ese pequeño zulo que tantos días nos dio cobijo en el viejo edificio abuhardillado de la calle Juan de Leyva.

Es lo que tiene el amor. Que, como todo, acaba gastándose.

Recuerdo que se levantó del suelo y fue hasta el baño. Escuché que se encerraba y luego el hipido amortiguado de sus gemidos. Fui hasta la puerta y le pedí, por favor, que abriera. Cuando lo hizo, nos fundimos en uno de esos abrazos que aún vestían misteriosamente nuestra misma talla. Y juntos rompimos a llorar, como dos críos a quien se les ha muerto a la vez la infancia…

Ha pasado mucho de aquello, tanto que no me atrevo a contar los años. Pero hoy, ojeando uno de esos libros que a veces se compra sin saber muy bien si se ha acertado, me he retrotraído a aquella época, a aquel instante tan pretérito que ya no logro vislumbrar si fue perfecto o imperfecto.

Cara o cruz es el titulo; e Itziar Mínguez Arnáiz, su autora.

Habré tardado unos cuarenta y cinco minutos en terminarlo. De un tirón, pero sin prisa. Releyendo los poemas, deteniéndome a pensar, a reflexionarlos, a paladearlos como ya he repetido otras veces que siempre ha de hacerse con la poesía.

Dada la obviedad del título, no podía ser de otra manera: Cara o cruz se presenta ante el lector en forma de díptico. Dos mitades de una misma cosa. Una realidad partida en dos, sangrante como una herida que no terminara de cicatrizar. Dos episodios de eso que es lo único atemporal que junto al odio existe y que, sin embargo, seguimos sin comprender. La experiencia finita y milagrosa del amor que cuando acaba, duele, mata y embalsama.

Cara o cruz es un libro agradecido desde la primera página hasta la última. Cómodo en un discurso legible y huidizo de toda perorata. Los poemas se distribuyen en un orden casi estrictamente temporal, sosteniendo un lenguaje narrativo que combina con precisión lirismo sutil y sencillez expresiva. Es un libro que, aun siendo diminuto, no agota. Es un libro que da sed. Y que alguien que haya sentido mínimamente el dolor y la misericordia de amar, hará suyo.

Aquí dejo dos muestras. El primero es un fragmento de Rutinas, único poema que se incluye en Cara, una de las mitades del díptico. Fotos pertenece a Cruz, la segunda de las mitades.

Tú elijes con cuál te quedas…



RUTINAS

…Inclemencia es una palabra
que parece haber nacido para ir siempre unida a tiempo.
Una palabra que no tiene sentido
cuando no acompaña a la palabra tiempo.
Como te pasa a ti que eres nadie cuando ella no está,
que no te sostienes aunque existas,
aunque no se pueda poner en entredicho tu ser,
tu pesar en la vida…


FOTOS

Ninguno de los dos quiere llevarse
los álbumes
ni los Cd-roms

Será que nos sobra memoria
o que tememos haber olvidado.