viernes, 26 de marzo de 2010

CUANDO LA NOVELA NEGRA ES UNA EXCUSA (El interior del bosque, Eugenio Fuentes, Tusquets Editores, Barcelona, 2008)


El problema de acumular tantos libros es doble. Por un lado, está el consabido incordio de tener que embalarlos en cajas y desplazarlos cada vez que uno se muda de alojamiento. Por otro lado, está su acumulación en sí. Uno almacena libros que van apilándose en las estanterías como abstraído por ese fetichismo que Marx denominaba de la mercancía. Montones de páginas encuadernadas que acumulan polvo y polillas mientras el tiempo pasa y nuevos ejemplares se van sumando a esa letanía que ahoga y constriñe el espacio de tu casa. Entretanto, es normal que ciertas adquisiciones pasen desapercibidas incluso antes de haber sido leídas o incluso dando por sentado una lectura que nunca existió. Eso es precisamente lo que me pasó la semana pasada con El interior del Bosque, un libro que compré hará año y medio y del que me había desentendido totalmente. Me fijé en él limpiando el polvo una mañana. Lo cogí, vi que sus tapas permanecían lisas, sin un ápice de arruga o pliegue que denotara la lectura. Lo abrí; sus páginas inmaculadas, sin la acostumbrada laceración de la mina de un lápiz, me confirmaron la sospecha. Terminé aquella mañana con mis tráfagos y me senté en el salón. Abrí la primera página, leí las primeras palabras, las primeras líneas. Creo que fue alrededor de las ocho y media cuando cerré el libro. Por la última página.

Su autor es Eugenio Fuentes (Cáceres, 1958). El libro pertenece a una saga de publicaciones que el escritor circunscribe en torno a un personaje, Ricardo Cupido; detective privado encargado de desentrañar el misterio de los crímenes que normalmente suceden en la ciudad de Breda. En esta ocasión, el hilo argumental de El interior del Bosque tiene origen en el brutal asesinato de Gloria, una mujer joven y atractiva cuyo cuerpo aparece inerte en el interior de la reserva natural del El Paternóster. Las pesquisas de Cupido lo conducen por un ambiente truculento en el que la variedad de personajes que aparecen en escena mantienen un denominador común que los convierte en posibles sospechosos. Ese denominador común es la imagen distorsionada que cada uno va fabricando de Gloria, según la dibuje la cobardía, el amor o la calumnia. Una mujer como iluminada por un reflejo que ciega y que provoca en las personas de su entorno un abanico de pasiones e impulsos tan peligrosos como incontrolables.

No es muy difícil encontrarse con mujeres así. Pero lo que no es tan fácil es describir con exactitud ese reflejo distorsionado que provocan. Fuentes lo consigue. De manera que cuando uno se adentra en sus páginas la sensación de estar ante un espejo lo sobrecoge hasta el ridículo. Eugenio Fuentes reduce al hombre a sus pasiones, razón por la que este libro supera la barrera del propio marbete, el de la novela negra. O dicho de otra manera, el autor se vale del género para contar algo que va más allá del propio género: la novela negra como mera excusa, como un motivo superfluo que acelera un viaje a través de la psique humana, para asomarse a la intimidad de los otros, hurgar en las heridas para terminar descubriendo el virus que las infecta o la pus que generan. Y todo sin alterar las formas, guardando un respetuoso proceder en los arquetipos habituales: empezando por una trama que gira alrededor de un crimen y los quiebros en su investigación; la exacta medición de un ritmo que atrapa; la complicidad que el narrador entabla con el lector; la aparición de un personaje clave —no ya en esta obra, sino en la saga Cupido en general— como el Alkalino, alter ego del protagonista que lo cose a una realidad de la que Cupido se siente tentado de abandonar y que recuerda otros nombres magistrales como Biscuter de Montalbán o Anne Riordan de Chandler o Adrianí de Márkaris.

Pero Fuentes es un narrador por encima de etiquetas y conductas. Uno de los novelistas españoles, junto con Andreu Martín, más acertados en el panorama literario actual. Detrás de su obra se encuentra un trabajo de documentación que sorprende por su madurez y perfeccionamiento y que demuestra la ingente labor que entre bastidores debe llevar a cabo todo aquel que desea contar una historia. El interior del bosque es una novela calidoscópica que, aunque relatada desde la omnisciencia de un narrador, no se priva de ponerle voz y sobre todo sentimiento a los personajes que arrastra el flujo argumental y a los que concede la dádiva de una pequeña parcela de protagonismo que resulta imprescindible.

Quizá, cuando uno lee a Eugenio Fuentes, le sobrecoge la idea de que el hombre es un animal inocente y de que su culpabilidad no es tal; sólo la consecuencia lógica que sucede al prostituir su naturaleza animal por otra más compleja y paradójicamente absurda. Su naturaleza humana.

viernes, 19 de marzo de 2010

DESNUDANDO AL HOMBRE HASTA DE SU PROPIA PIEL (Sembrado hogueras, David González, bartleby Editores, Madrid, 2001)


La idea era en realidad escribir sobre otra cosa. Sobre Pérez-Reverte y su libro La sombra del águila. Pero ya se sabe lo que pasa con los libros que uno lee por compromiso. No son lecturas que eliges. Tampoco son libros que deciden aparecer en tu vida como si tal cosa, como si llevaran tiempo buscando el momento de tropezarse contigo y zancadillearte la existencia. Las lecturas que uno hace por compromiso las lee sin más, buscando únicamente satisfacer el deseo y la expectativa de quien te las ha presentado. La sombra del águila me lo regaló alguien que ni siquiera me conoce, ya que de hacerlo sabría perfectamente que a mí nunca se me puede regalar un libro. Pero el caso es que me lo leí la otra tarde, mientras regresaba en tren de un viaje por el sur. Lo leí bajo una descomunal resaca y cuando llegué a la última página cerré el libro y miré el reloj. Faltaba menos de media hora para llegar a Atocha. En seguida me di cuenta de que eso sería únicamente lo que en una reseña podría decir de él. De manera que no perderé más tiempo.

Mientras hacía esto —leer a Pérez-Reverte, me refiero— tenía en la mochila de viaje otro librillo. De poemas. De David González. Sembrando hogueras, se llama.

No soy muy ducho en el manejo de las nuevas tecnologías. La informática es un mundo que se escapa por completo a mi paciencia. Con la red pasa tres cuartos de lo mismo. El correo, algo de pornografía, algún que otro blogs y poco más. Sin embargo, recientemente he descubierto el mundo de las librerías digitales. Un extraordinario y peligroso espacio donde es fácil conseguir todo tipo de libros que en las librerías tradicionales resulta complicado si no imposible. Iberlibro, por ejemplo. Tecleas lo que persigues en el buscador y en cuestión de segundos aparece en la pantalla una relación de títulos y librerías. Luego, cuando haces la selección, rellenas los datos personales y bancarios y en una semana tienes el pedido asomando por la ranura de tu buzón. Algo extraordinario, como decía, pero también peligroso. Parafraseando a Chandler, este asunto está consiguiendo que mi cuenta bancaria bese el suelo sin necesidad de agacharse.

Una de mis adquisiciones más recientes ha sido precisamente Sembrando hogueras.

A David González lo sigo desde hace bastante tiempo. Es un buen escritor, gran poeta y relatista. Pero como suele suceder con los buenos escritores, los de verdad, sus libros no sirven de reclamo en las librerías más corrientes. Hacerse con ellos es complicado. De una tacada compré cuatro el otro día, como te decía. Tres de ellos ya me los había leído, sacados de bibliotecas públicas. El cuarto, Sembrando, no ha hecho más que confirmar lo que has leído al principio de este párrafo.

Si David González es un buen escritor es porque sabe hacer las cosas con una elegante sencillez, logrando con ello desnudar al hombre hasta de su propia piel. Sus poemas no son las típicas ensoñaciones visionarias que tanto gustan a los que quieren confundir y optan para ello por la poesía. Sus poemas son excursiones por la vida. Un paseo cuyo recorrido lo marcan atracciones aparentemente tan poco atractivas como una vieja carbonería, la cárcel o una covacha que hace las veces de hogar y cuyas ventanas dan a un callejón sin salida. No se olvida tampoco de los ecuménicos temas de siempre. El amor, el sufrimiento, la soledad. La muerte, en último término. Pero el método que emplea no se recrea en ambages ni exuberancias líricas. Cuenta las cosas tal cual son. Porque así, tal como unos ojos corrientes pueden observarlas, son lo suficientemente bellas y dramáticas como para no tergiversarlas con palabras ni artificios de más.

En todo caso, este falso realismo es más verosimilitud que otra cosa. Muchas de sus composiciones las cierran versos que abren una puerta al vacío por donde el lector cae sin otra posibilidad que volver a retomar el poema desde el principio. Y lo maravilloso de todo es que cuando lo hace y llega al final, la historia se repite; deslizándose en una pátina de sensaciones confusas y envolventes llenas de interrogantes. Porque esa es la esencia: preguntas que no tienen respuesta o que la respuesta es esa misma pregunta. Sus poemas no son realistas. Son verosímiles.

No me resulta cómodo hablar de escuelas o tendencias o generaciones. Pero lo cierto es que a David González fácilmente se le puede inscribir en la órbita de otros autores españoles que practican un tipo de poesía nueva. Empleando las palabras de Isla Correyero, un tipo de poesía radical, marginal y heterodoxa. Marbete en el que caben firmas como Miriam Reyes, Jesús Llorente, Antonio Orihuela, Eladio Orta, Violeta C. Rangel (algún día hablaremos de ella…) o la propia Correyero. Un tipo de poesía que rejuvenece el “patio de universidad” en el que se ha convertido —si no lo era ya antes— un país tradicionalmente dado a los versos.

Sembrando hogueras se inicia con un verso suelto: la única manera de escribir un poema es formar parte del poema. En realidad todos sus poemas se inician con citas, ajenas normalmente, que el autor explica de ese modo: versos sueltos. Algunos cierto es que dejan indiferentes. Pero otros en cambio te acuchillan hasta las cejas, dejándote perplejo y prevenido para lo que viene y que rara vez decepciona. Como este de Douglas Coupland: comprendo que no soy una persona feliz y que a lo mejor nunca lo seré, que introduce el poema La sabiduría del esclavo y que aquí reproduzco como final a la reseña:


LA SABIDURÍA DEL ESCLAVO

se necesitan muy pocas cosas para ser feliz.
eres guapo, joven, alto, inteligente,
tienes salud,
un trabajo estable,
coche…
lo tienes todo para ser feliz, sin embargo,
añadía mi madre, no lo eres.

(además,
nunca me faltaba dinero para comprar
libros, discos, sellos, ropa, drogas, cintas de vídeo,
en fin, cualquier capricho que se me antojase).

no lo eres, no eres feliz, repetía mi madre.
¿por qué?, me preguntaba, ¿por qué?

y ahora,

que voy a pie a todos los sitios,
que carezco de medios para ganarme la vida,
que la salud ya no forma parte de los brindis,

ahora, digo, es suficiente

conque no me falte el tabaco,
con tener la cena a tiempo,
con oír la voz de mi madre, o de mi padre,
a través del teléfono.

suficiente

con sentir los pasos de mi novia
subiendo por la escalera cuando regresa,
a altas horas de la madrugada,
de su trabajo en el bar.

me conformo

conque algunas tardes, no todas,
por la única ventana de mi casa,
entre

el sol.